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Detalle de cubierta de La leyenda del santo bebedor

Detalle de cubierta de La leyenda del santo bebedorAnagrama

Sobre bebida y santidad: 'La leyenda del santo bebedor'

Roth nos presenta a un alcohólico muy humano que pasa a convertirse en nuestro espejo más certero

Resulta inevitable reconocer el paralelismo entre Joseph Roth y el bebedor protagonista. Alcohólico, apátrida, errante… y, al parecer, sabedor de que se hallaba en el final de su vida, el autor escribió esta leyenda semanas antes de su muerte. Esta hizo su aparición pocos meses después, en 1939. Desde entonces, es leída como el legado más sincero e íntimo de su autor.

Cubierta de La leyenda del santo bebedor

Traducción de Michael Faber Kaiser. Anagrama (2024). 96 páginas

La leyenda del santo bebedor

Joseph Roth

El ambiente parisino descrito no resulta agradable, tampoco el desarraigado vagar de Andreas Kartak ni mucho menos su enfermiza dependencia del beber. No obstante, las tres –ambiente, desarraigo, alcoholismo– eran realidades que Roth palpó y gustó en sus carnes hasta aquel 27 de mayo de 1939 en el que, según su amigo Stefan Zweig, acabó con su vida.

Y es que, aunque la narración bien podría ser ficción, el autor de Brody (antigua Galitzia) se preocupa por definir con precisión el espacio y el tiempo, así como los lugares por los que deambulará aquel clochard llamado Andreas. Legendario relato que abre una ventana a una Europa real en la noche previa al estallido de la terrible guerra. Hijo de su tiempo y profeta de la tragedia, Roth marcha al exilio parisino y su voz es ahogada e incomprendida como la de tantos otros que, como él, auguraron el desastre.

Semejante intimidad, en el desarraigo y en la búsqueda, hacen que la leyenda no sea un mero cuentecillo moralista. La extensión es tan breve como inabarcables sus alusiones; la historia, tan asequible, como complejos sus mensajes. Brevedad, sencillez y parquedad de explicaciones. Asimismo, el narrador no es omnisciente, por lo que desconocemos la totalidad de pensamientos y motivaciones de Andreas. Desde la paradójica condición del alcohólico que enfrenta la realidad desde una percepción fantástica, se nos permite entender que quizá el propio personaje es incapaz de describir con lucidez lo que vive. Luminosa es, en cambio, la certeza de que un encuentro (el del borracho con el misterioso hombre del inicio) transfiguró el deseo y reorientó la vida de aquel bebedor. Este encuentro en que recibe doscientos francos a restituir a Santa Teresita en la iglesia de Sainte Marie des Batignolles le abren a una promesa hacia la que no dejará de moverle un deseo más fuerte que su capacidad.

Con todo, aunque tengamos la tentación de tildarla de «cristiana», movidos también por su título, esta fábula no persigue fines catequéticos. Es, eso sí, la fábula de la vida. Andreas es «el hombre» (aner) desde la etimología a la esencia más radical. Esencialmente hombre, este pecador nos enseña la lección de la gracia. Él, como la santa niña a la que debe pagar su deuda, son plenamente conscientes de la pequeñez que los define y, por ende, del don de la gracia, la única que salva.

Como San Pablo, Andreas parece hacer el mal que no quiere y experimenta la fuerza en la debilidad. Una y otra vez cae; cae en todas las pruebas. Uno y otro milagro lo levantan; siempre lo levantan. El milagro visita a Andreas sin que él lo merezca y de la manera más inesperada. La prueba final, la ganará, sí, conducido por otro y bien acompañado… hacia la gracia que salva.

Para adentrarse en este misterio, es fundamental, introducirse en la mirada de quien no se juzga ni juzga. Roth lo logra magistralmente. Sin que podamos evitarlo nos inserta en ella y nos descubrimos contemplando compasivos a un borracho delincuente que no nos aporta motivos para tener misericordia. He aquí la clave de este amor sin medida: no hay nada demasiado grave que el pecador pueda hacer para alejar de sí la gracia. Desesperados ante su continuo ceder a la tentación y caer en el mismo pecado, no comprendemos que la respuesta sea el milagro inmerecido. Un desconcierto que se ve paliado por el alivio de comprender que esta misma es la experiencia cotidiana de nuestra debilidad humana.

Ahora bien, si los judíos no manejan el concepto de «perdón», ¿cómo es posible que el autor sea capaz de traslucirlo de modo tan certero? Educado en la tradición judía, Joseph Roth embebe su relato de cristianismo para morir profesando su arreligiosidad. Ni judío, ni cristiano, pero, empapado de las tradiciones de aquellos y, sin duda, traspasado por la mirada de estos, deja que ambos elementos se conjuguen en leyenda. Y es que, la obra que tenemos entre manos atestigua que su autor conoce la fe de Israel, pero no solo. Detrás de La leyenda del santo bebedor se esconde el rostro de un pecador que se ha sabido mirado de un modo distinto, al igual que Andreas por aquel hombre bajo los puentes del Sena al comienzo de la novela. El rostro de un Joseph Roth que, consciente o no de ello, ha comprendido (quizá mejor que muchos bautizados) la esencia del cristianismo.

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