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05 de mayo de 2024

Renata Scotto interpretando 'Manon Lescaut' en la Metropolitan Opera de Nueva York

Renata Scotto interpretando 'Manon Lescaut' en la Metropolitan Opera de Nueva YorkMetropolitan Opera

Renata Scotto (1934-2023)

La heredera de la Callas y la última gran diva de la ópera

La legendaria soprano italiana, una de las más grandes artistas vocales del siglo XX, que visitó España por última vez en 2017, fue considerada por muchos la única heredera de la soprano de ascendencia griega

Renata Scotto representando 'La Bohème' en la Metropolitan Opera de Nueva York, en 1977

Renata Scotto

Nació el 24 de febrero de 1934 en Savona (Liguria) y falleció el 16 de agosto de 2023 en la misma ciudad italiana

Soprano de profesión, era una de las voces más influyentes de la lírica de Italia y trabajó con grandes cantantes como Maria Callas, Luciano Pavarotti José Carreras o Alfredo Kraus.

La vida a veces nos ofrece regalos inesperados que son los que al final le otorgan su auténtica, efímera plenitud. Anoche, de vuelta de un viaje, escuchaba a una antigua amante del gran cantautor asegurar que una noche o dos con Leonard Cohen valían más que veinte años de matrimonio junto a buen hombre. En mi caso, valoro mucho más las dos semanas pasadas al lado de Renata Scotto con motivo de un curso que organicé con ella para jóvenes cantantes con motivo de la temporada lírica coruñesa, su última presencia en España, en 2017, que todo el resto sumado de mi vida profesional en la frecuente, y sin duda muy agradable, compañía de algunos de los más importantes artistas de nuestro tiempo.
La Scotto, nacida en Savona, en 1934, era una gran dama, la última diva de una era dorada, que en algunos momentos de su final recordaba en su modo de expresarse, en su comportamiento, a la Norma Desmond que Billy Wilder creó para el Crepúsculo de los dioses. Le molestaba el contacto físico con sus fans, algo que se le notaba inevitablemente en el rostro. En una ocasión, viendo que se sentía acosada por un par de repentinos aduladores anónimos, salí en su rescate llevándola a uno de los palcos del teatro para protegerla de los curiosos que seguramente nunca en su vida habían tenido a una leyenda tan cerca. Le dije: «Renata, sei cattiva» («eres mala»), y con esa mirada que podía traspasarte y una mueca de niña traviesa me contestó: «¡Cattivissima!» («¡Malísima!»).
Me rerservo para mí los principales comentarios maliciosos que entre algunos trozos de pulpo, y unos buenos pimientos, dejaba caer sobre varios de sus más distinguidos colegas. Apreciaba mucho a Pavarotti, con el que siguió hablando a menudo hasta que murió, aunque él no quiso volver a cantar con ella después de la Gioconda de San Francisco en la que la Scotto, supuestamente, llegó a alcanzar más éxito que el tenor.
Sentía un cariño fraternal, al que sumaba su expresa admiración, por Kraus, con el que compartió algunas de sus mejores actuaciones, sobre todo, durante los primeros años de su carrera, cuando ambos aún compartían repertorio belcantista. Y adoraba a Bergonzi: «Todos hablaban de Corelli y los otros que vendrían después, pero en el Met, las mayores colas para conseguir una entrada se producían cuando actuaba él (Carlo Bergonzi), era el número uno», me dijo.
Renata Scotto en las clases magistrales que impartió en La Coruña, en 2017, su último trabajo en España

Renata Scotto en las clases magistrales que impartió en La Coruña, en 2017, su último trabajo en España

Plácido Domingo, un desconocido

Sobre Domingo, quizá su compañero en más ocasiones en el primer teatro neoyorquino, y con el que grabó en numerosas ocasiones, afirmaba que nunca había llegado a compartir ni un café fuera del escenario. Nunca le había invitado a comer en todo el tiempo que colaboraron juntos, y esbozaba una sonrisa cómplice como para sugerir que quizá el gran galán entre los tenores no la consideraba lo suficientemente atractiva. La pasión sin límites que ambos transmiten en su nunca superada interpretación de Francesca da Rímini de Zandonai habla de lo maravillosos intérpretes que ambos podían llegar a ser.
Desde que un día se vio en televisión en la primera emisión de una ópera emitida por ese medio, aquella Bohème compartida con un joven Pavarotti en el Met, en el montaje de Pierluigi Pizzi, tuvo claro que en la era de la imagen había que realizar algunos sacrificios, los mismos que en su momento ya había asumido la Callas para trabajar a las órdenes de Visconti. Ambas se aseguraban de comer solo lo justo para aparecer en escena lo más semejantes posible a las juveniles heroínas que encarnaban. No era una mera cuestión estética, si no un deseo compartido de otorgar a sus personajes la mayor credibilidad dramática. Todo al servicio del drama, como canta Adriana Lecouvreur, «la humilde servidora del genio creador».
El tenor Plácido Domingo con la soprano Renata Scotto en un camerino tras bambalinas antes de la presentación de la noche inaugural de 'Norma' de Vincenzo Bellini en el Metropolitan Opera House de Nueva York el 22 de enero de 1981

El tenor Plácido Domingo con la soprano Renata Scotto en un camerino tras bambalinas antes de la presentación de la noche inaugural de 'Norma' de Vincenzo Bellini en el Metropolitan Opera House de Nueva York el 22 de enero de 1981

La Scotto era de esas raras artistas que viven única y exclusivamente para el Arte, con todas las consecuencias. Ya al final lamentaba le relación con sus hijos, que se había torcido desde la infancia, cuando de niños le recriminaban sus largas ausencias para consagrarse a la carrera, más tarde convertidos en graves reproches, con alguna innecesaria crueldad. Pero el remordimiento, esas grietas íntimas por las que a veces dejaba colarse su humanidad, no se imponía jamás sobre el deber cumplido, más que como una duda, o carga, que a veces le velaba el rostro.
Cuando se tiene un talento descomunal, como el de esta señora, no hay pactos que valgan, lo primero es siempre el escenario, aunque los triunfos se puedan teñir a menudo con las miserias cotidianas de la vida doméstica. Al contrario, esas fragilidades, ese dolor aplacado en silencio, cuando se transforman en sustancia dramática al calor de algún personaje de los que experimentan alguna circunstancia similarmente trágica en escena, si se basan en una técnica apropiada, pueden dar lugar a auténticos acontecimientos artísticos, rara vez presenciados.

Su último paso por España

Recuerdo ahora como si lo estuviera reviviendo el final de aquella charla sobre su vida y su carrera que tuve el honor de compartir con ella, la última vez que recibió los aplausos del público español. Veinte años o más desde su retirada y no había perdido ni un ápice de su preciso sentido del espectáculo: nada podía quedar al mero azar, todo se ensaya.
Era un acto pequeño, no más de doscientas personas para escucharla hablar a ella, mientras yo me permitía hacer algunos comentarios y preguntas y veíamos, además, varios fragmentos de sus actuaciones. Al llegar al recinto, que conocía bien, porque allí daba sus clases magistrales, me preguntó cómo apareceríamos en el escenario. Le dije que no era necesaria formalidad alguna, que si quería podíamos bajar la escalera sin más y aparecer allí mismo. Ella, que había advertido una pequeña puerta al fondo, dijo: «Desde ahí puedo salir al escenario, ¿no?». «Sí», le contesté. «Pues tú me presentas, alguien abre la puerta por detrás y entonces yo salgo en ese momento».
Así se hizo y tenía toda la razón. Al verla aparecer en ese instante, el público congregado saltó como un resorte de los asientos dedicándole una inmensa ovación, que luego se repetiría al final. Hablamos, un par de día antes, sobre los fragmentos que yo había escogido. Eliminó alguno, no quería, por ejemplo, que se viera aquella Bohème en la que aparecía algo «rellenita». Pero insistí por el valor documental: era la primera ópera en televisión desde el Met, y aceptó a regañadientes. Sobre la manera de rematar la velada no había dudas. Tenía que ser con el final de aquella «Suor Angelica» interpretada en el mismo lugar, y jamás superada por nadie. Las ovaciones se sumaron a los de los privilegiados asistentes que ese día llenaron el teatro neoyorquino con pareja intensidad. Ella sonreía complacida a un lado, luego caminando hasta el centro del escenario para recibir el homenaje no solo por aquella actuación ya pasada, si no por toda su ejemplar carrera.
Renata Scotto representando 'La Bohème' en la Metropolitan Opera de Nueva York, en 1977

Renata Scotto representando 'La Bohème' en la Metropolitan Opera de Nueva York, en 1977Metropolitan Opera

Buena parte de las interpretaciones que comentamos habían transcurrido en el templo neoyorquino de la lírica. Ella seguía adorando aquel escenario. Le tomó su tiempo decidirse a venir hasta La Coruña, su última visita española. A pesar de su edad ya avanzada –superaba los 80– no dejaba que nadie le diera el brazo para subir unas escaleras, se mantenía en plena forma física y admiraba su rapidez mental, con finas dosis de ironía que a ratos dejaba caer maliciosamente: «¡Qué suerte tenéis, en La Coruña todo es lo mejor!», solía decir con sorna no disimulada cuando le alaban algún nuevo prodigio fruto del orgullo local.
Seguramente se decidió, más que por mi machacona insistencia (fuera de los impersonales emails, quiso hablar un día por teléfono), por consejo de su buen amigo, Ramón Tebar, al que admiraba como uno de los mejores directores de ópera de hoy, ella que había trabajado con casi todos los grandes de varias épocas. Aunque seguramente hubiera preferido que la invitación le llegase de la Gran Manzana. Suspiraba por volver allí, pero su marido, Lorenzo, estaba ya muy enfermo, lo que le producía cierto fastidio por tener que limitar sus viajes y ocupaciones. Al fallecimiento de él aún abordó una última dirección escénica en su natal Savona, augurándole una gran carrera a la soprano Rosa Feola con La Traviata, la misma ópera con la que ella había debutado en esa misma localidad, a los 17 años.

Encasillada en el belcanto

América, al menos la de aquel entonces, había sabido comprenderla mejor que Europa. Ella quería seguir evolucionando, asumir nuevos retos, pero en el viejo continente se encontraba encasillada. «En Italia si cantas belcanto durante años, ya puedes olvidarte de asumir lady Macbeth, te dirán que no es tu repertorio», comentó en su última visita española. En cambio, en su buen amigo y consejero Jimmy Levine, por entonces director musical plenipotenciario del Met, encontró a la persona justa para animarla en su etapa de madurez, consciente de que tenía entre manos no a una cantante más si no a todo un mito de la última gran época.
Renata Scotto con parte del equipo artístico de “Un ballo in Maschera” en su última visita a España, en 2017

Renata Scotto con parte del equipo artístico de «Un ballo in Maschera» en su última visita a España, en 2017César Wonenburger

La Scotto se había dado a conocer tras sustituir a la Callas en unas funciones de La sonámbula, en el Festival de Edimburgo de 1957, con un gran éxito (la propia Maria la llamó para felicitarla) que le sirvió para impulsar rápidamente su carrera por todos los grandes centros líricos de Italia y el resto del Europa. Al mismo tiempo se convirtió en una asidua de los estudios de grabación: aquella primera Traviata con Antonino Votto, Gianni Raimondi y Ettore Bastianini; el Rigoletto junto a Kraus, y luego Fischer-Dieskau; la Adina de El elixir de amor, para la televisión, con Bergonzi… Pero ella ya suspiraba por cantar roles más pesados: Manon Lescaut, lady Macbeth, Luisa Miller… Y Levine, que siempre adoró a las grandes personalidades vocales, las que llenan los teatros, supo ponerle una alfombra roja para que los abordara.
Desde la crítica se le pusieron algunos reparos, se dijo que su inmaculado registro agudo se le había agriado, que resultaba demasiado chillona en ocasiones… Sus versiones de aquellos años, examinadas ahora con la frialdad del forense, pueden resultar dudosas en el aspecto vocal más canónico, pero jamás dejan indiferente a nadie por su extraordinaria capacidad dramática, su infalible instinto, esa manera de decir que privilegia siempre la expresión, dotándola de su justo acento, sirviendo a la palabra, que ella sabía colorear como pocos, dotándola de todo su preciso sentido. Era una auténtica fiera, un animal de escena, pero en el fondo de sus más coléricas invectivas se apreciaba siempre la pulsión aristocrática del canto que ahora casi se ha perdido.
Esa última vez que estuvo en España había venido para impartir su magisterio a las nuevas generaciones, que la ilusionaban por sus ganas de abrazar el oficio aunque a la vez sentía un cierto desencanto por lo que consideraba la falta de compromiso y preparación: o todo o nada, no soportaba las medianías. Verla recitar a Butterfly, aunque la voz ya no le respondiera, era como remontarse a otros tiempos, como escuchar a la Olivero en el monólogo de Adriana, superados los 80, con esa clase inimitable que se agota en cada matiz.

'Un ballo in Maschera'

Pero vino, también, para apoyar a su amigo Tebar, que dirigía Un ballo in Maschera por primera vez en su país. Acudía a los ensayos, «solo diez minutos», pero luego se lo pasaba tan bien que aguantaba encantada hasta el final, como uno más del equipo. Estaba radiante por recuperar la magia sagrada del teatro, y un poco también porque inesperadamente, en aquel rincón atlántico, había encontrado un Verdi «casi como el de mis tiempos», servido por las voces de Saioa Hernández (que debutaba el papel y había estudiado con ella durante un tiempo), Gregory Kunde, Juan Jesús Rodríguez y Marina Monzó, en una nueva producción de Mario Pontiggia, uno de los únicos directores de hoy que saben cómo debe tratarse a una auténtica estrella.
Renata Scotto en el papel protagonista de 'La sonámbula' en 1957

Renata Scotto en el papel protagonista de 'La sonámbula' en 1957Google Arts and Culture

El día del estreno la Scotto dijo que se quedaría solo hasta el final del primer acto, para luego marcharse a descansar. Pero como otros días, estuvo hasta el final y dedicó numerosos bravos a todos, como una aficionada más, muy satisfecha por las interpretaciones. Tan contenta estaba que quiso bajar a saludar a todos los artistas. El día de la despedida nos dijimos cosas inolvidables. Intuía que no volvería a verla más, aunque albergaba la esperanza de trabajar con ella aún otra vez. Ahora nos ha dejado con 89 años.
A veces aún nos manteníamos en contacto por wasap, cuando se decidía a contestar. Qué honor y qué privilegio haberla acompañado durante aquellos pocos días felices en los que esa voz que tanto tiempo de audiciones había ocupado durante mi infancia, en interminables horas ganadas al tiempo entre antiguos vinilos de su primera Traviata («¿Pero no prefieres la que grabé luego con Muti?», me reñía. «Renata, lo que tú digas»).
Afortunadamente nos dejó más de una Violetta (sin rivales la de Tokio, junto a un espléndido Carreras y el gran Bruscantini), pero para quienes tuvimos la impagable fortuna de conocerla permanecerá por siempre el recuerdo imperecedero de una artista inimitable y una persona maravillosa.
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