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César Wonenburger
Crítica de óperaCésar Wonenburger

‘Attila’ no es un Verdi cualquiera, de saldo ni baratillo

El Teatro Real continúa su costumbre de relegar las primeras óperas del compositor italiano a la categoría de obras solo para concierto

Actualizada 12:00

'Attila' de Verdi en el Teatro Real

'Attila' de Verdi en el Teatro RealJavier del Real / Teatro Real

Por alguna razón inexplicable, el Verdi primerizo no se representa en el Teatro Real madrileño. Se le considera de segunda clase. Salvo Nabucco, títulos fundamentales como I Due Foscari, Macbeth (al menos, la última vez que se dio), Luisa Miller, y ahora este Attila, al que le seguirá casi inmediatamente I Lombardi, se ofrecen en versiones parciales, denominadas de concierto.

Quizá se comete el error de pensar que, por tratarse de óperas que pertenecen, en algunos casos, a lo que su propio autor denominó «sus años de galeras», carecen de verdadera sustancia dramática, si bien, como alguna vez ha señalado Riccardo Muti, no se aprecia un solo atisbo de vulgaridad en su música.

Tres errores en un pretendido festival verdiano

Si la razón mayor para hurtar la representación fuese la aquí apuntada, se partiría de un error triple. La ópera es teatro musical, y como tal requiere de la escena para alcanzar su sentido pleno. Las primeras obras de Verdi resultan fundamentales para reconocer la evolución de su estilo, sí, lo cual no impide que ya contengan el germen maduro de muchos de sus grandes logros posteriores.

Y el discurso artístico de un teatro público, que tiene una responsabilidad esencial en la formación de los nuevos asistentes, no puede basarse en caprichos, gustos personales o simples apreciaciones de diletante al decidir aquello que sí y lo que no es válido para estos, como una policía de la moral aplicada a la estética.

Mal hace el Real en señalar ahora a Verdi, quizá el mayor genio del género junto a Monteverdi, Mozart y Wagner, como esa suerte de principiante que habría legado ya alguna música estimable en Attila y Lombardi para, luego, revelarse como auténtico genio dramático con La Traviata, el título que en unas semanas culminará esta suerte de ciclo encubierto, cojo, desvaído, y por todo ello, frustrante, dedicado a uno de los padres fundadores de la lírica.

Para dar una cierta apariencia de conexión con el escenario, este Attila se ofreció con la orquesta en el foso, lo que otorgaba un mayor espacio a los cantantes para haberse empeñado, si acaso, en alguna actuación.

No fue así, como en cambio sí se había logrado el día anterior con un programa deslavazado, pero muy hermoso, que unía varias obras francesas, líricas y de concierto, al que la soberbia Sabine Devieilhe y el estimable Stephane Degout dieron coherencia en un espectáculo pensado (y ensayado, dato fundamental) al milímetro.

Hubo algún notorio accidente

En la versión de Attila ni siquiera se pretendió un precario movimiento escénico. Los cantantes permanecieron ceñidos al atril como una guía indispensable (y aun así hubo algún obvio error que denotó, quizá, la escasez de ensayos: en el dúo entre tenor y soprano, Sondra Radvanovsky se perdió durante unos instantes, para el final dejar a su compañero, Michael Fabbiano, sin el agudo que ella sí intentó, por más que resultase duro, fijo y destemplado).

Las voces suelen ser el reclamo de este tipo de versiones concertantes. Y desde luego hay que contar con material de primera clase si lo que de verdad se pretende es hacerle justicia a una de esas óperas en las que no hay lugar para esconderse, conviene darlo todo para que puedan funcionar: si no se producen reiterados alborotos en la platea y pisos superiores (con exigencia de bises), es que entonces algo ha fallado.

El torrente del juvenil ímpetu verdiano se despliega desde el principio como quien se lanza a la indomable corriente de un río caudaloso, con el principal recurso de la fuerza de sus brazos y algo de inteligencia, para suscitar las emociones de ese púbico al que, en origen, resultaban irresistibles las proclamas de libertad envueltas en aquella música vigorosa, bella y directa, sin renunciar a las sutilezas (la partitura está llena de ellas, como bien ha sabido apreciar, una vez más, Riccardo Muti, uno de los principales defensores de esta obra, como le hemos visto en Roma o Nueva York en estos últimos años).

El Real reunió a un buen elenco, aunque no excepcional, teniendo en cuenta que la soprano Sondra Radvanovsky, el reclamo de cara a la taquilla, ya no parece contar con todas las bazas para un rol tremendo como el de Odabella, que Muti define precisamente: «Capaz de cortar el espacio del teatro como una cuchilla, pero también de cantar con extrema morbidez, casi como una flauta».

La protagonista mantiene algo de su poderío

Radvanovsky mantiene una radiante presencia escénica, cuidando la figura y proponiendo aún algunos acentos dramáticos de indudable vigor y efecto merced a su voz poderosa, algo desgastada ya en los extremos: graves cada vez más débiles y unos ataques al agudo (que evitó al final de su gran escena inicial), problemáticos. Mejor se prodigó en los «pianisssimi» de su segunda aria, aunque también aquí se eche en falta algo de dulzura, encanto y flexibilidad.

Su infalible entrega fue premiada merecidamente por el público, entre el que se encontraba sentada la Odabella española que, no hace no tanto, llegó a inaugurar la exigente temporada de la Scala, cosechando un gran triunfo, además, Saioa Hernández.

El tenor Michael Fabiano se ofrece como un todoterreno capaz de lidiar con todo lo que le echen. Aquí parece más cómodo que al abordar el Calaf de «Turandot», porque puede explayarse en el atractivo básico que exhibe el centro de su voz. Estuvo bien en su aria inicial (mejor en la del último acto, que afortunadamente no se cortó, como sucede a veces), aunque se zafó del agudo (su talón de Aquiles) que prescribe la tradición.

El mayor problema que presenta este cantante es su fraseo: impersonal, monótono, aburrido. En Verdi, más importante que las arias resultan incluso los recitativos, donde este autor se esmeraba por conferirle sentido a las palabras. El inicial de Foresto requiere de un fino estilista, fantasioso, dotado de un hondo sentido poético del que, no obstante, carece Fabiano. En conjunto ofreció una labor pulcra y ajustada.

Ezio y Attila, escasos rotundidad y brillantez

En cambio, el barítono Artur Rucinski resulta un fraseador de gran clase, con ese legato de la mejor ley que concede a su canto elegancia, fluidez y sentido. Pero le falta el brillo, la sustancia, el poderío vocal para encarnar a un personaje como el general romano Ezio, de perfiles más rotundos, directos y viriles. Su bello instrumento carece del caudal y la proyección precisas para considerarse un barítono verdiano como los grandes de su cuerda. Buena prestación, aunque insuficiente para insuflarle auténtica vida a su personaje.

Debutaba en el Real un bajo-barítono muy requerido estos días, Christian van Horn, en el rol de Attila, más complejo de lo que habitualmente se piensa. Verdi, siempre preciso en sus retratos humanos, huye de la caricatura, del «azote de Dios», para servir al personaje más interesante, de mayor nobleza y calado, el único que duda y ante cuya estatura moral el resto resultan necesariamente empequeñecidos: Foresto es un pusilánime, Ezio un felón y Odabella una neurótica atraída, en el fondo, por la rica personalidad, la contrastada experiencia del asesino de su padre frente a su soso novio.

Van Horn no posee una auténtica voz de bajo pero canta con intención, se maneja con cierta soltura por las alturas, mostrando algo de arrojo. Pero a su instrumento carece de mayor rotundidad, peso y brillantez. Resolvió bien su aria (¿de la locura?), exponiendo el perfil dubitativo, la torturada intimidad del héroe con atención a los ricos detalles que expresan texto y partitura.

Entre los secundarios, que aquí no lo son (se requieren intérpretes de cierta valía para incorporar a sus respectivos roles), destacó sobre todo un magnífico Moisés Marín, tenor a menudo desperdiciado, que bien podría destacar en roles de mayor enjundia.

Menos interesante resultó el papa León I de Insung Sin, que entregó su parte como quien podría leer la lista de la lavandería, sin una voz particularmente penetrante como para impresionar al caudillo asiático, ni por la manera de exponer el fondo del mensaje ni en su ausente firmeza.

El gran sinfonista que pudo ser

Attila también es ópera de director. Contiene suficientes atractivos para que parezca de interés explorar todos sus recovecos: no todo son explosiones de ira, proclamas patrióticas ni violencias (en cualquier caso, todas ellas magníficamente encauzadas en la partitura), hay también remansos de vocación camerística y un episodio, el de las lagunas Adriáticas, que revela al magnífico sinfonista que Verdi podría haber sido si se lo hubiera propuesto.

Nicola Luisotti, que se maneja siempre mejor en el fragor que en la introspección, impuso un adecuado pulso rítmico, a veces, es verdad, algo pasado de revoluciones. Al frente de una correcta Sinfónica de Madrid, delineó adecuadamente los finales y mimó en lo posible los acompañamientos, si bien a veces no pudo evitar algún desacuerdo (el dúo citado) y descuadre del coro, hábilmente preparado, con una más adecuada prestación de su sección femenina, esta vez.

El director italiano tuvo un notable acierto: sirvió una versión íntegra, respetando la repetición de las cabalettas. Aunque tampoco tiene mucho sentido hacerlo así si, después de centrarles el balón, los propios cantantes no rematan a gol: al privar al público de varios de los agudos esperados no se alcanzó esa incandescencia que es consustancial a estos títulos que, de otro modo, se llegan a vivir, sí, como una experiencia inolvidable, esos destellos de los que también se alimenta el auténtico aficionado, más parecido al taurino de lo que a veces se desea reconocer.

Pobre homenaje para Ángeles Gulín

El paupérrimo programa de mano, sin una de esas notas que a menudo se emplean para justificar las elecciones de los directores de escena en propuestas más «intelectuales», se refería en unas líneas casi ocultas a que estos conciertos se le dedican a la memoria de la eximia soprano gallega Ángeles Gulín. Exiguo homenaje para una gran figura internacional de la ópera, que por eso mismo merecería otra difusión.

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