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20 de abril de 2024

Donde hay violencia, no hay culpa

Donde hay violencia, no hay culpaTeatro de la Zarzuela

El Teatro de la Zarzuela «entra a saco» en la obra del gran Nebra

La producción escénica de Donde hay violencia, no hay culpa, de José de Nebra, se resiente por la sustitución de su libreto por uno nuevo, más centrado en la denuncia de las faltas de la masculinidad, confiado a Rosa Montero

En una de las reflexiones que nos legó en vida a través de varios de sus escritos, el compositor Serguei Rachmaninov mostraba hallarse sorprendido al descubrir que «aunque España posee una fantástica música popular, pocos de sus compositores son conocidos en el mundo». Buena parte de esa culpa habría que atribuírnosla a nosotros mismos, los propios españoles, que a menudo despreciamos los tesoros que producimos para prestarle nuestra atención primordial a aquello que viene de fuera. Eso cuando no pagamos a otros, singularmente extranjeros, para que nos descubran algunas de esas joyas musicales escasamente difundidas que, en cambio, tanto se aprecian en otros lugares y que aquí nos da por ignorar hasta que no nos las sirven prestigiosos conjuntos y directores con nombres foráneos. Ejemplos los hay por doquier.
Por eso es de apreciar el gran esfuerzo que está llevando a cabo un joven director gallego, Alberto Miguélez Rouco, quien durante sus años de estudio en Basilea junto a eminencias de la música antigua como su mentor, René Jacbobs, se decidió a rescatar parte de la música escénica de un compositor español que en su momento de apogeo, durante el siglo XVIII, además de alcanzar gran popularidad en los teatros madrileños, cosechó reconocimiento en los principales centros musicales europeos, pero que ahora ha caído en un cierto olvido.

Jóvenes y entusiastas músicos

Para devolver su esplendor a las zarzuelas barrocas de José Nebra, en las que la música folclórica del país suele insertarse en el estilo de la ópera italiana, dominante en aquella época, hasta lograr una extraordinaria síntesis que destila ingenio, fluidez, variedad y atractivo a partes iguales, Miguélez Rouco llegó a fundar su propio conjunto, Los Elementos (en un claro guiño a otro compositor español a menudo menospreciado, Antonio Literes), con jóvenes y entusiastas músicos del continente, especializados en la interpretación de este mismo repertorio.
Los primeros pasos de la agrupación han despertado un vigoroso y esperanzador interés tanto de la crítica, no solo nacional, como del público, que ha tenido oportunidad de apreciar sus magníficos resultados en las dos grabaciones de obras de Nebra acometidas hasta ahora (Vendado es amor y Donde hay violencia, no hay culpa, además del cedé de arias que Miguélez ha registrado en solitario), y en las aún escasas ocasiones en las que han logrado interpretarlas en conciertos como los celebrados en Suiza, La Coruña y Madrid, a los que ahora se han sumado cinco representaciones en la temporada del Teatro de la Zarzuela.
Saludo final

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Para el debut en el foso de este director todavía en la veintena, mientras comienza ya a acaparar rutilantes portadas de publicaciones musicales y algún galardón destacado, junto a invitaciones de instituciones prestigiosas como el Festival de Música Antigua de Estocolmo, que inaugurará su próxima edición con Los Elementos, en junio, el coliseo de la calle Jovellanos no ha escatimado recursos, proponiéndole hacerse cargo musicalmente de una producción escenificada de Donde hay violencia, no hay culpa.
Si los resultados de este empeño no han sido ahora del todo convincentes no podrá atribuírsele a él, puesto que ha sido el apartado musical donde mejor han funcionado las cosas: con Los Elementos tenemos a una agrupación de un nivel excelente para asumir proyectos de este tipo, y en su impulsor a una batuta rigurosa e imaginativa, que podría ofrecer muchas noches de gloria también con otros autores. En lugar de una gran producción que restituyera en todo su magnífico esplendor la obra original de José de Nebra y su libretista, Nicolás González Martínez, el teatro ha preferido optar por una versión, más que reducida, adaptada supuestamente para propiciar que el público de nuestros días pudiera llegar a entenderla mejor y, de paso, evitarle sucumbir al posible aburrimiento de una representación quizá demasiadas larga. En esto último, debe consignarse que el ejemplar Universo Barroco ha programando esta misma temporada, sin escena, obras de Monteverdi, Händel y hasta del propio Nebra (su Vendado es amor inauguró el presente ciclo con un éxito apoteósico) que exceden las tres horas de duración, y del Auditorio apenas se movió un alma hasta la conclusión.

Ya no se trata de «aligerar» los textos bajo la coartada de ofrecer espectáculos de unas dimensiones «razonables», si no de entrar a saco

Objetivo: promover el pensamiento único

Pero más grave que la mera asunción de unos cortes que afectaron sobre todo a las partes recitadas (eliminando de un plumazo varios personajes) es aún lo otro, ese deliberado afán entre pedagógico y panfletario por constituir, además, algo que empieza a devenir en norma en esta casa. ¿Por qué se asume como lo más natural que las audiencias contemporáneas no poseen el juicio necesario para enfrentarse a lo que los compositores y libretistas de otro tiempo crearon de acuerdo con los recursos disponibles a su alcance, los modos de hacer, actuar y hasta de pensar de su época? Ya no se trata de «aligerar» los textos bajo la coartada de ofrecer espectáculos de unas dimensiones «razonables», si no de entrar a saco, como se ha hecho ahora en el trabajo de Nicolás González Martínez, retorciéndolo para ofrecer una visión que concuerde con los postulados de esa asfixiante corrección política erigida en censora, represora y reeducadora con el único objetivo de promover el pensamiento único.
Escena de La Violación de Lucrecia o Donde hay violencia, no hay culpa

Escena de La Violación de Lucrecia o Donde hay violencia, no hay culpaTeatro de la Zarzuela

Con esta obra maestra del barroco español se ha empezado cometiendo el error de cambiarle incluso hasta el título. A los responsables de la producción debió de parecerles que Donde hay violencia, no hay culpa resultaba poco conveniente, así que decidieron titular la obra de Nebra igual que la de Benjamin Britten, ambas inspiradas libremente en el poema shakespeariano, La violación de Lucrecia. Además de propiciar quizá un gancho más comercial, se trataba de orientar desde el inicio el interés y la atención de los espectadores hacia el hecho crucial de la obra, sí, el vil estupro de una noble dama en la época romana, que aquí da pie para establecer una suerte de causa general en contra de los hombres en cuanto miserables herederos del «heteropatriarcado», consagradas sus vidas únicamente a someter a las mujeres prolongando, hasta hoy, su particular reinado del terror basado en el menosprecio, el maltrato y la ignorancia de sus compañeras.

¿No sería lo deseable dedicarnos a restañar las heridas y propiciar un nuevo acuerdo para la convivencia en lugar de buscar culpables en todas las esquinas de la historia?

Que sí, que en muchos casos así ha sido y es, pero a partir el reconocimiento de lo que se ha hecho mal, ¿no sería lo deseable dedicarnos a restañar las heridas y propiciar un nuevo acuerdo para la convivencia en lugar de buscar culpables en todas las esquinas de la historia? Bajo una premisa tan pueril como maniquea, aunque seguramente tenga más de un asidero, pero que en cualquier caso no debería facultar a nadie a suplantar la autoría de un escritor cuyo único pecado fue vivir en otra época (aún así, en el texto de González Martínez hay numerosas alusiones a la situación desfavorable de las mujeres: léase con la debida calma), se ha llegado al disparate de encargarle un nuevo libreto a la escritora Rosa Montero. Una idea que, de perpetuar la moda, podría alcanzar cualquier día, también, hasta a Lorenzo Daponte. Salvando, eso sí, los números musicales mozartianos, ¡faltaría más!, se modificarían los textos para hacer aún más explícita la condena sobre Don Juan, aleccionándonos a lo largo de la versión «actualizada» con una puesta al día del pensamiento de Simone de Beauvoir.
En lugar de enmendar la plana a creadores ajenos bajo el criterio de que o bien no se enteraban de nada o colaboraban con sus textos (no creo que sea este el caso) a perpetuar determinadas comportamientos, ¿no sería más lógico que se le encargara a Montero y a un compositor actual una nueva obra en la que ambos pudieran explayarse a gusto sobre estas u otras atendibles demandas y nos dejaran al resto la libertad de formarnos nuestro propio juicio sobre la obra original?

El hombre como fuente de todos los males

En su afán de culpabilizar a los hombres de todos los males, la escritora fija el tono definiendo ya desde el mismo inicio a Júpiter, un dios «enamoradizo» en palabras de Robert Graves (escritor poco sospechoso de confraternizar con comportamientos machistas), como «un violador en serie» erigido en una suerte de modelo de conducta para el resto de los varones heterosexuales. La expresión posee pegada, qué duda cabe, pero olvida Montero que mucho antes de que Júpiter se abandonase al adulterio se vivió una fase matriarcal en la cual, entre otras prácticas, «una ninfa tribal elegía un amante anual entre su entorno de jóvenes varones, un rey para ser sacrificado al acabar el año, haciendo de él un símbolo de fertilidad (…) la sangre esparcida de este hombre servía para hacer fructificar los árboles y (…) su carne se partía y era comida cruda por las ninfas compañeras de la reina, sacerdotisas con máscaras de perras, yeguas o cerdas (Los mitos griegos, R. Graves). Si nos vamos al principio de los tiempos en busca de argumentos para señalar comportamientos desviados, la Historia nos revela que todos hemos sido, en algún momento, víctimas o verdugos. Lo cual no justifica nada, pero aclara.

Villalobos, descargada casi toda la responsabilidad de abroncar a los hombres en el personaje de la moderna Lucrecia

Para otorgarle sentido a las novedades literarias, la obra incorpora ahora a un nuevo personaje no previsto por los autores originales. Montero carga la responsabilidad de servir sus constantes y repetitivos dardos y pullas con los que refuerza la tesis del constante abuso masculino en los parlamentos de una actriz, la Lucrecia de nuestros días, Manuela Velasco. Desempeña un gran trabajo la sobrina de la gran Concha; por más que el texto pueda resultar cargante y reiterativo, lo expone con convicción, seguridad y garra. De modo parecido, el actor Borja Luna se convierte en el abusador Sexto, basando este casi todos sus recursos en la exhibición de su musculado cuerpo. Al director de escena, Rafael Villalobos, le encanta mostrar a figurantes o actores escasos de ropa en casi todas sus puestas en escena sin que parezca molestar a nadie: si se hiciera lo mismo, pero al revés, con mujeres, seguramente no faltaría ahora quien le afease su afición.
En cualquier caso, Villalobos, descargada casi toda la responsabilidad de abroncar a los hombres en el personaje de la moderna Lucrecia, parece aquí más centrado que otras veces, iluminando la historia sin algunos de esos caprichosos apuntes personales marca de la casa: contrario a lo que podía esperarse, la acción no se detiene en algún instante para que, sin venir a cuento, se escuche Strangers in the night, por ejemplo. Apoyada en una sencilla y efectiva escenografía resuelta en dos planos o estancias, ha sido uno de sus mejores trabajos en la concreción de unas pocas ideas, sencillas, sugestivas, resolviendo muy bien escenas complejas como la propia de la violación o el final, y propiciando un notable desempeño actoral de todo el elenco. Muy oportuna, además, la luz de ese gran profesional, Felipe Ramos.
Pero por encima de todo se impone la música de Nebra, con una fuerza que anticipa ya los perfiles más austeros, contenidos y directos del clasicismo. Bastaría fijarse, por ejemplo, en la escena final de Lucrecia, a partir de un recitativo de una plasticidad y un sentido dramático que evoca y prefigura claramente la mozartiana escena de doña Ana en la que esta mujer le describe vivamente por primera vez a Don Octavio la violencia de su encuentro con Don Juan. Fue este uno de los momentos culminantes de la función, el que mejor sirvió a María Hinojosa para desplegar sus medios adaptados a la situación, pues hasta entonces su retrato de Lucrecia había resultado algo pálido en lo vocal.
Escena de La Violación de Lucrecia o Donde hay violencia, no hay culpa

Escena de La Violación de Lucrecia o Donde hay violencia, no hay culpaTeatro de la Zarzuela

El reparto reunido cumplió con creces en los otros papeles, destacando de modo muy particular la poderosa encarnación que una espléndida Marina Monzó realizó de Tulia a partir de una voz flexible, rica en expresivos colores, con agudo fácil y coloraturas límpidas, todo puesto al servicio de una recreación dramática de muy hondo calado; en ese sentido, se le nota cada vez más suelta y concentrada, dispuesta a asumir retos. Carol García, en el ingrato papel de Colatino, se mostró siempre segura y elegante, y Judit Subirana, como la redicha Laureta, en la conocida tradición de esas criadas que no se andan por las ramas (sus invectivas contra los desmanes masculinos resultan mucho más efectivas que el supuestamente corrosivo texto del nuevo libreto), supo sacarle todo el provecho a su rol. Las cuatro protagonistas fueron generosamente aplaudidas en los saludos finales, especialmente la Monzó, que poco a poco está desempeñando una digna carrera internacional a falta de mayores oportunidades en los lugares donde se certifican esos éxitos que dan de que hablar en todas partes.
El gran artífice de esta imprescindible exhumación, que debería tener un recorrido amplio por otras plazas de aquí y de fuera (en Francia sería un éxito seguro), ha sido sin duda Alberto Miguélez Rouco, que con gesto vivificante dibuja desde el foso cada detalle de la música, prestando la debida atención a las voces pero sin descuidar la fluidez del discurso musical. Bajo su estimulante guía, con sobrado sonido, ricamente empastado y estupendas prestaciones individuales, Los Elementos se erige en un conjunto más experimentado de lo que lucen sus propios integrantes, supliendo la madurez con un entusiasmo desbordante, siempre al servicio de la exaltación de los valores de una obra plena de sutilezas. Al final de la representación, un emocionado Plácido Domingo (curiosamente en este teatro no se le permite actuar, pero puede acudir como invitado si es solo para presenciar una función) se deshacía en elogios sobre la obra y su director, al que llegó a pedirle el teléfono. Y aunque su influencia sea hoy menor por el obstinado empeño de sus mediocres enemigos y la turba dócil, ojalá ese interés pueda concretarse en invitaciones internacionales que sirvan para poner definitivamente en valor la obra de un grande como Nebra.
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