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27 de abril de 2024

Serguéi Rachmaninov al piano, c. 1936

Serguéi Rachmaninov al piano, c. 1936

Rachmaninov, el gran melodista que plantó cara a la modernidad

En la misma semana se han cumplido 80 años de la desaparición y, hoy mismo, 150 del nacimiento de Serguéi Rachmaninov, uno de los compositores más amados por el público y detestados por la vanguardia musical

Algunos compositores hubiesen podido prescindir encantados de una de sus manos si a cambio alguien les garantizara que llegarían a concebir una de esas contadas melodías que logran anidar en los corazones de la gente impregnándolos para siempre, más allá de los siglos, con esa capacidad para sobrevivir «a cualquier cambio de sistema», como proclamaba Stravinski. Para Haydn, en la melodía «reside el encanto de la música, y es lo más difícil de producir», algo en lo que Mozart parecía estar de acuerdo al afirmar que es «la esencia misma de la música». En cambio, Schumann, que creó unas cuantas maravillosas, tenía sus reparos: «¡Melodía! ¡El grito de guerra de los diletantes!».
Durante las dos primeras décadas del siglo pasado, seguramente ningún otro compositor creó melodías más apasionadas que Serguei Rachmaninov: el cine puede dar buena fe de ello. Y no porque este compositor prestara su talento a la creación de bandas sonoras, nunca probó, como por el uso que este medio le dio a varias de sus reconocibles composiciones sinfónicas. El torrente de emociones subterráneas que David Lean retrata de manera magistral en esa oda sobre los amores clandestinos que es su Breve encuentro ensancha o matiza su caudal gracias a la fuerza abrasiva de su Concierto número 2 para piano. El poeta César Antonio Molina, en su análisis de la película (Tan poderoso como el amor), le confiere a esta pieza un carácter complementario esencial para reafirmar el tema del filme: esa sugerencia de «que el amor nunca es suficiente, que nunca es bastante y nunca es demasiado, que no se conforma con los límites establecidos. Amor puro; es decir, inexistente. Está más allá del ser». Rachmaninov adoraba a Chejov, casi tanto como a Shakespeare, y Breve encuentro se inspiró en La dama del perrito, ¿casualidades?
Nacido un día tal que hoy, pero hace 150 años, en Semionov, uno de los principales bastiones en la producción de las conocidas matrioskas, el compositor vivió a caballo entre dos mundos. La ruina familiar le condujo pronto a la música, una profesión digna, y de paso hasta Tchaikovski, su mentor durante un tiempo breve pero decisivo, el romanticismo en estado puro. De él, como de algunos de los más destacados músicos de su patria, Glinka, Mussorgsky y, de modo muy particular, Rimsky-Korsakov, aprendió a buscar inspiración en la música folclórica de su país, en las canciones populares, con sus melodías portadoras del genuino espíritu eslavo, de una aparente simpleza pero capaces de perdurar.
Tan pronto como se decidió a abandonar Rusia, tras el estallido revolucionario del 17, para instalarse inmediatamente en la Europa nórdica, y más adelante fijar su residencia en Estados Unidos, tuvo que pelearse con quienes consideraba los «modernistas», esos compositores que, en sus propias palabras, «exigen ‘colores’ y ‘atmósferas’, e, ignorando todas las reglas de la construcción de la música, crean obras informes como la niebla que dura mucho». Contra estos últimos y sus más acérrimos partidarios, incluidos varios ilustres popes de la crítica, Rachmaninov lidió no pocas batallas en vida, de las que solía salir sin apenas rasguños gracias a la gran admiración que le profesaba el público, siempre dispuesto a llenar sus conciertos.

El fin de una era

Por mirar más al pasado que él había conocido de primera mano en su país en lugar de lanzarse a abrazar el férreo ideario de la música de su tiempo, negándose a abonarse a ese nuevo evangelio que predicaba la única religión del progreso, también aplicado a las artes, fue tildado de furibundo retrógrado. En su Historia del piano, Piero Rattalino opone al simbolismo encarnado en Scriabin (se supone que más propicio a su tiempo) la defensa que Rachmaninov representa del «ocaso del romanticismo ruso», ese «sentimentalismo pequeño burgués» transformado «en arte de la percepción sonora, en exposición de los sentimientos estereotipados (melancolía, dolor, aspiración heroica) con materiales cristalizados».
No es seguro que a pesar de los grandes éxitos que le proporcionaron sus conciertos para piano, en particular los números 2 y 3 y la Rapsodia sobre un tema de Paganini, algunas de sus sinfonías (fundamentalmente la segunda) y piezas aisladas como su célebre Preludio en do sostenido menor, el compositor lograra salir del todo personalmente indemne de aquellas virulentas acusaciones. Los ásperos juicios que algunos de sus colegas emplearon para referirse a sus obras, como el de Aaron Copland («la perspectiva de sentarme a escuchar una de sus extensas sinfonías o uno de sus conciertos para piano, para serles franco, suele deprimirme. Todas esas notas, pienso, ¿con qué fin?») seguramente también hicieron mella en su ánimo: al final de sus días apenas escribía nada. Ya desde el inicio, las terribles críticas cosechadas tras la composición de su Primera sinfonía, durante su primer periodo, lo habían sumido en una grave depresión de la que sólo lograría zafarse con la ayuda de un psiquiatra, el doctor Dahl.
De aquel abatimiento que lo mantuvo alejado de la composición durante una época larga, salió plenamente reforzado tras el recibimiento triunfal que luego obtendría su Concierto número dos para piano, dedicado a su salvador, Dahl. Pero en algunas de sus declaraciones posteriores mostraría una cierta impotencia por no lograr insertarse en la corriente de los tiempos. Una impostura, quizá, que en el fondo reflejaba cierto poso amargo, como aquella vez que declaró: «Me siento como un fantasma que deambula por un mundo que le resulta extraño. No puedo abandonar el viejo método de escritura ni puedo adoptar el nuevo. He llevado a cabo intensos y prolongados esfuerzos para sentir las maneras musicales del presente, pero todo ha sido infructuoso». Aunque en otros instantes, quizá menos contemplativos, no dudaría en volver a la carga valiéndose, además, del argumento de unos de sus autores favoritos. «Chejov afirmaba que escribir es sobre todo borrar, y que un escritor debe tener siempre una goma a mano. Tengo la impresión de que no hay gomas en las casas de los compositores contemporáneos. Aunque no niego que algunos tengan talento», afirmó.
En lo que incluso hasta sus más enconados críticos, como el citado Rattalino, se muestran unánimes es acerca de su contribución como pianista, «una de las más impresionantes personalidades de intérprete que jamas haya existido» sobre los que se conservan testimonios grabados: en su caso, registró varias de sus obras fundamentales, aunque en cambio detestara la radio porque permitía escuchar música y al mismo tiempo barrer la casa, vulgaridad imperdonable para un hombre que se había forjado bajo las estrictas reglas de Nicolai Zverev, una suerte de gurú de los jóvenes pianistas en Moscú, que junto a los más íntimos secretos del instrumento instruía a sus alumnos (entre los que también anduvo Scriabin) sobre las rígidas normas de la etiqueta social. Zverev tenía bien claro que de nada sirve tocar como los propios ángeles si luego no se acierta con la elección del vino.

Alabado por todos

Alto, de gesto adusto, tieso como un palo, austero en la expresión y las formas, con el cabello rasurado a su mínima expresión y los rasgos propios de los mongoles, Rachmaninov causaba asombro en los auditorios a través de su pasmoso dominio del teclado, ejercido mediante el mínimo despliegue. «El único pianista que conozco que no hace muecas», aseguraba Stravinski. Toda su fortaleza se concentraba en antebrazos y dedos, el resto del cuerpo permanecía inmóvil. Trabajó con las principales orquestas y directores de su tiempo, aunque nunca olvidó la fascinante experiencia de tocar su Tercer concierto para piano, originalmente escrito para el otro gran pianista de su época, su amigo Josef Hoffmann, con Gustav Mahler como director. Quien desee conocer sus interesantes consejos acerca de la interpretación, que busque Réflexions et souvenirs (Libella, Paris, 2018), un formidable librito que condensa lo fundamental de su pensamiento.
Rachmaninov solía pasar gran parte del año entre Estados Unidos, donde falleció en 1943, hace ahora ochenta años, y Europa. Para su pesar nunca regresó a lo que entonces ya era la Unión Soviética, y hay quien apunta a su desconexión con la patria perdida como otra de las causas fundamentales de ese exilio interior que le alejaría de la composición en sus últimos años. El tiempo fundamental lo dedicaba a los conciertos. A través de la interpretación de sus propias obras logró sumas fabulosas algo que, nunca debe olvidarse, tampoco se perdona fácilmente. Los veranos solía reservarlos para componer en su casa de Lucerna, cuando aún tenía ganas, en silencio y ante la presencia majestuosa de la naturaleza.
Sus creaciones, entre las que últimamente se reivindican las canciones (el gran bajo Fiodor Chaliapin fue uno de sus grandes defensores, Asmik Grigoriam acaba de grabarlas); las óperas, como Aleko, que sedujo a Tchaikovski hasta el punto de llegar a proponer un doble programa que incluyera su Iolanta, El caballero ávaro, programada el año pasado en la Fundación March aunque con medios muy precarios, o Francesca da Rimini, con libreto del hermano de Tchaikovski, y obras orquestales como La isla de los muertos o sus Danzas sinfónicas, se fueron espaciando con el tiempo.
Su amigo Nicolau Medtner, lejano compañero de los días en casa de Zverev, se lo encontró un día en Italia, en los años 20, y aprovechó para preguntarle por la razón, ya por aquella época, de su enigmático mutis creativo. «¿Cómo podría componer sin melodía?», fue su respuesta. A lo que Medtner apostilló: «Hace falta mucho valor para cuadrarse ante el propio Dios y ante el mundo y decir: ¡Sólo podría escribir si ella volviese! Eso es verdadera sinceridad; un gran hombre… y un gran artista».
Si lo sabrán incluso hasta Frank Sinatra o Bob Dylan, que bastantes años más tarde interpretarían Full moon and empty arms, el segundo en su inclasificable extravagancia nostálgica Shadows in the night. Búsquenla como curiosidad, está basada, nada menos, en el tema principal de su Concierto número dos para piano, que hoy continúa ejerciendo de eficaz y poderoso talismán para tantas personas como aún se internan en el universo de los sonidos, quizá por primera vez, sobre todo si lo hacen buscando eso que ya durante el siglo XVI prescribía sir Philip Sidney, «una melodía lamentable es la música más dulce para una mente afligida».
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