Una universidad sin competencia: España se aleja de la reforma global
El sistema universitario español es excesivamente rígido. Tiene dificultades para adaptarse con agilidad a los cambios tecnológicos y sociales
España cuenta con un sistema universitario institucionalmente sólido. Como país, hemos desarrollado un sistema de aseguramiento de la calidad que, desde la creación de ANECA y las agencias regionales, garantiza que los títulos universitarios cumplen estándares exigentes. Tenemos, o al menos hasta la LOSU teníamos, mecanismos de supervisión académica, criterios homogéneos para la acreditación del profesorado y un control riguroso sobre planes de estudio y resultados formativos. Pero la pregunta que hoy debemos hacernos es si nuestras universidades son operativas: si están formando a los jóvenes para el mundo real que se avecina.
Recientemente, se han publicado dos documentos clave que iluminan esta cuestión desde dos perspectivas complementarias. Por un lado, el informe de la Fundación CYD sobre la empleabilidad de los jóvenes en España (2024), y por otro, el Future of Jobs Report 2025 del Foro Económico Mundial. El primero analiza, con una base de datos rigurosa, el destino laboral de los egresados de grado cuatro años después de titularse. El segundo proyecta las principales transformaciones del empleo a escala global para el horizonte 2030. Lo que se revela al comparar ambos documentos es una distancia preocupante entre el sistema universitario tal y como está diseñado y el mercado laboral hacia el que nos dirigimos.
En el informe español, observamos que tres de cada cuatro egresados están afiliados a la Seguridad Social a los cuatro años de terminar sus estudios. Es un dato razonable, incluso positivo. Pero el detalle por ámbitos de estudio muestra una fuerte desigualdad: los graduados en informática tienen tasas de afiliación cercanas al 87 %, mientras que en humanidades o artes no se alcanza el 65 %. Las diferencias en condiciones laborales son aún más marcadas: mientras casi todos los titulados en informática obtienen contratos indefinidos y a jornada completa, en otros campos predominan los empleos temporales, a tiempo parcial y con bases de cotización muy bajas.
A esto se suma un fenómeno que debería inquietarnos: el 40 % de los egresados gana menos de 24.000 euros brutos anuales cuatro años después de titularse. En ciertas titulaciones, más del 60 % no supera ese umbral. Estos datos reflejan que, aunque el sistema genera titulados, no garantiza en todos los casos una inserción laboral digna, ni mucho menos acorde con el esfuerzo académico y económico que supone una carrera universitaria.
Pero lo más importante, desde mi punto de vista, es lo que nos dice el informe del Foro Económico Mundial: el 39 % de las habilidades actuales quedarán obsoletas antes de 2030, y que los empleos del futuro estarán vinculados a tecnologías digitales, análisis de datos, inteligencia artificial, sostenibilidad, logística y salud. Se estima que se crearán más de 170 millones de empleos en estos sectores en los próximos años, mientras que se destruirán casi 100 millones de puestos tradicionales.
¿Estamos preparando a nuestros jóvenes para este nuevo escenario? Mi impresión, como docente que brega día a día en las aulas, es que aún no lo suficiente. El sistema universitario español es excesivamente rígido. Tiene dificultades para adaptarse con agilidad a los cambios tecnológicos y sociales. Aunque hay titulaciones que están alineadas con el mercado emergente, informática, matemáticas o algunas ingenierías, otras siguen respondiendo más a inercias históricas o a preferencias institucionales que a una planificación estratégica. La oferta de plazas se ha mantenido prácticamente estable en los últimos siete años, pese a que la demanda de titulaciones ligadas a la transformación digital y la sostenibilidad ha crecido de forma sostenida.
Además, todavía no hemos desplegado con ambición instrumentos de actualización como las microcredenciales, los itinerarios híbridos o la formación permanente en colaboración con empresas. El informe del WEF señala que el 85 % de los empleadores globales ya está invirtiendo en upskilling y reskilling. En España, en cambio, la universidad todavía piensa en formación como algo que ocurre antes del primer empleo, y no como un ciclo de aprendizaje continuo que debe acompañar a las personas durante toda su vida laboral.
Ahora bien, no todo son sombras. Hay indicios de que la universidad española sí puede adaptarse y convertirse en una palanca para la transformación social. El informe de CYD muestra que los egresados de carreras como medicina, informática o enfermería no solo consiguen empleo de calidad, sino que lo hacen con rapidez, con contratos estables y con niveles salariales por encima de la media nacional. En el ámbito privado, además, algunas universidades están avanzando en innovación curricular, internacionalización y colaboración con el tejido productivo. Estos casos pueden ser modelos a seguir. No quiero pensar que, quizá por eso, la Ministra Morant ha alumbrado el último Real Decreto que intenta poner palos en las ruedas a las universidades privadas.
La solución no pasa por abandonar las humanidades ni por convertir todos los grados en ingenierías, sino por integrar competencias digitales, emprendedoras y tecnológicas en todas las titulaciones. Se puede, y se debe, estudiar historia o filología con un componente de análisis de datos, comunicación digital o inteligencia artificial. La universidad tiene una responsabilidad doble: formar ciudadanos críticos y formar trabajadores útiles. Y no son objetivos incompatibles.
Además, es posible, por mor de necesario, diseñar un nuevo contrato social entre universidad, empresa y administración pública. Necesitamos incentivos para que las universidades ofrezcan titulaciones con impacto, pero también políticas activas de empleo que valoren las competencias adquiridas y no solo los títulos. Y debemos avanzar hacia un modelo más ágil, en el que los egresados puedan volver a la universidad a lo largo de su vida para formarse en nuevas áreas sin empezar desde cero.
Tenemos una universidad formalmente robusta, con una estructura investigadora potente y con una capacidad académica notable. Pero necesitamos hacerla más operativa: más ágil, más conectada con el entorno y más centrada en resultados. No es una crítica destructiva, sino una llamada a la acción. Porque el futuro no va a esperar a que la universidad se adapte: va a seguir transformándose. Y lo que está en juego no es solo la empleabilidad de nuestros jóvenes, sino la competitividad y la cohesión social de todo el país.
- Jorge Sainz es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Rey Juan Carlos