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20 de abril de 2024

Ilustración: Salvador Illa

Paula Andrade

El perfil

Salvador Illa, el francotirador con cara de yerno perfecto

El dirigente del PSC parece no haber roto un plato en su vida, pero se ha cargado varias veces todas las vajillas al alcance por encargo de Pedro Sánchez

Salvador Illa (La Roca del Vallés, Barcelona, 5 de mayo de 1966) tiene cara de no haber roto un plato en su vida, pero casi nadie ha destrozado tantas vajillas como él desde que se hiciera tristemente célebre como gestor de la pandemia que dejó a España en la UCI o debajo de un puente.
Resulta difícil hablar mal de un político aparentemente discreto, de mirada perpleja bajo unas gafas de filósofo y con un verbo que completa el disfraz de yerno perfecto: Illa sería el invitado que se lo come todo, el peatón que cede el paso, el donante discreto de medio salario a una ONG o el tipo que dedica sus ratos libres a limpiar las riberas del río de su pueblo.
Pero no, bajo ese disfraz se esconde algo así como La sonrisa etrusca de Sampedro, que carcome a pequeños bocados el organismo donde desarrolla su actividad.
Primero fue desde el Ministerio de Sanidad, donde hizo tándem con Fernando Simón para poner cara de pena y voz de plañidera a la peor gestión de Europa, saldada con una mortalidad más disparada que el IPC, una ruina propia del Jueves negro americano del 29 y una sarta de mentiras que harían de Pinocho un ejemplo de credibilidad.
Illa y su equipo se tragaron primero las advertencias sanitarias internacionales para no estropearle a Sánchez el 8-M; presentaron luego el confinamiento inconstitucional como una enérgica reacción preventiva en lugar de como una inevitable treta para tapar la huella del retraso y, entre medidas, jugueteó como nadie con la necesidad de usar mascarillas, los cierres masivos de actividades económicas abandonadas a su suerte o el ataque a la Comunidad de Madrid, a quien ayudó a imponer el 155 sanitario que fue incapaz de lanzarle al virus.
Fue el cómplice perfecto de Sánchez para esa mezcla de errores, negligencias, tropelías y abusos perpetrados durante una pandemia que coronó cargándoles el marrón a las Comunidades Autónomas con un eufemismo, la «cogobernanza», que resume la esencia del sanchismo: ni una mala palabra ni una buena acción.

Seguidor del Español, padre de una hija, casado dos veces, colega de Ábalos y católico sin alharacas, Illa sería un magnífico político si fuese lo que parece

El premio para Illa, que parece un recién llegado pero lleva en la política desde los 21 años y es tan funcionario del PSC como su amigo Iceta, fue encargarse de otro trabajo sucio envuelto con lacitos y perfumado con «Tragaderas», la colonia oficiosa del sanchismo: le enviaron a Cataluña a perfeccionar la pinza entre el PSOE y ERC, para intercambiar favores entre Moncloa y la Generalitat y que cada uno se quedara con la parte correspondiente del negocio político.
Allí se fue y ganó, siendo quizá el primer político de la historia que no se alegró demasiado de ello: las cuentas le hubieran sido más sencillas de haber quedado segundo y convertirse en muleta de Junqueras y Aragonés, sin forzarles a buscar el acuerdo que no querían con Puigdemont pero no pudieron evitar para contentar a la cabaña separatista.
De su misión genuflexa con el independentismo dan cuenta dos datos inapelables: pese a ganar, no intentó nunca conformar Gobierno. Y tras irse a la oposición, está más desaparecido que Sánchez cuando sube el paro y solo da señales de vida cuando ERC lo necesita.
El último ejemplo de ello ha sido apoteósico: ponerse del lado de los insurgentes para exigir una investigación formal del caso Pegasus que criminaliza a Margarita Robles y evidencia todo el esplendor de la entrega de Sánchez al universo abertzale y senyero.
Seguidor del Español, padre de una hija, casado dos veces, colega fraternal de Ábalos y católico sin alharacas, Illa sería un magnífico político si fuese lo que parece, pero acaba siendo de los peores por envolverse en un disfraz eterno de la escuela cínica: como Antístenes, se viste con apenas un manto y un zurrón para vivir en la naturaleza con las posesiones justas y el equipaje ligero. Pero en cuanto te das las vuelta, el silencioso Illa metamorfosea en francotirador de élite del señorito. Y nunca hace prisioneros.
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