La verónicaAdolfo Ariza

El Buey mudo

Actualizada 05:00

Ayer, 28 enero, se celebraba la memoria del preclaro e insigne Santo Tomás de Aquino (1221-1274). A Santo Tomas se le llamaba el Buey mudo por su carácter reservado y silencioso, además de por su imponente «presencia física». Nadie en un sano y honesto juicio intelectual podría cuestionar que Santo Tomás de Aquino constituye la cima de la escolástica medieval y que sea considerado el más grande filósofo de la Edad Media. Precisamente de él dijo su maestro San Alberto Magno: «Este, al que llamamos ‘buey mudo’, mugirá tan fuerte que se hará oír en todo el mundo».
Ahora bien, ¿dura el mugido del Buey mudo hasta nuestros días? Razones no nos faltarían para decir que sí aun cuando supuestos «temarios filosóficos» se permiten el lujo de ignorarlo.
Una primerísima razón seria su filosofía del ser – precisamente San Juan Pablo II lo elogió por su «realismo» y su «filosofía del ser» (Fides et ratio, 44) -. La filosofía del Buey mudo es la filosofía del ser, no una filosofía de las esencias o de los entes, sino del ser que permite que las esencias se vuelvan reales y se transformen en entes. Se trata, por lo tanto, de una perspectiva completamente nueva, en comparación con la ontología griega. Los interrogantes más típicos de esta filosofía no hacen referencia a las esencias, sino al ser: ¿Qué es, por qué existe el ser más bien que la nada? Muy justificadamente, esta pregunta – formulada por Leibniz y por Schelling – se convertirá en nuestros días en el tema central de la filosofía de Heidegger o de Wittgenstein que considera: «Lo misterioso no consiste en el modo en que se configura el mundo, sino en el hecho de que es». Si bien, ante esta cuestión del ser, es preciso decir de inmediato que es algo que pertenece al ámbito del misterio, de lo inefable, porque fundamenta la posibilidad misma de todo razonamiento. Es un fundamento que no se busca, ya que siempre se halla presente en el hecho de que los entes sean, en ese milagro por el cual lo que no podría no ser, existe de hecho. Se produce, por tanto, un redescubrimiento del estupor ante el misterio del ser, el asombro originario que se suscita en nosotros cuando percibimos el don inestimable e inefable de ese acto, gracias al cual hemos pasado desde la nada hasta el ser.
Otra cuestión, muy unida a la ya citada, será poder hablar de los rasgos del ser o trascendentales (uno, verdadero, bueno). De entre ellos ha de destacarse el de la bondad – Bonum est quod omnia appetunt - por el que las cosas son buenas en cuanto han sido queridas por Dios de una forma fundamentante: Dios crea amando; son queridas por el hombre de forma derivada: el hombre ama las cosas porque son buenas. Desde la perspectiva del bien en cuanto es algo deseado por nosotros, el Buey mudo distingue entre el bien honesto, que es el bien deseado por sí mismo; el bien útil, que es deseado como medio para alcanzar otro bien, y el bien deleitable, que es el bien deseado por el placer que ofrece. Como es obvio, Dios es el bien honesto y deleitable, mientras que los demás bienes sólo lo son con respecto a aquel fin hacia el que deben conducir.
Como tercera razón conviene considerar la comprensión de las criaturas a la luz del pensamiento del Buey mudo. Las criaturas al participar en el ser de Dios, en parte se le asemejan y en parte no (analogía). El fundamento metafísico de la analogía reside en el hecho de que la causa (Dios), al causar, se comunica a sí misma en cierto modo. De ahí que la semejanza no sea una cualidad adicional, sino coexistencial a la naturaleza del efecto. En este contexto no es difícil comprender el valor de las cinco pruebas o vías para demostrar la existencia de Dios. Unas pruebas por las que se percibe que aunque Dios es el fundamento de todo, a Dios hay que alcanzarlo por un camino a posteriori, partiendo de sus efectos, del mundo (Dios es lo primero en el orden ontológico, pero no en el orden psicológico).
En cuarto lugar podría situarse su comprensión del hombre, que por su propia naturaleza, no está dirigido hacia un fin como la flecha que lanza el arquero; por el contrario, se dirige libremente hacia un fin. Al igual que existe en él un habitus natural que le sirve para captar los principios del conocimiento, también hay siempre en él una disposición o habitus natural – la sindéresis – que lo lleva a comprender aquellos principios que guían las buenas acciones. Sin embargo, comprender no siempre significa actuar. Y el hombre, precisamente porque es libre, peca cuando se aleja deliberadamente e infringe aquellas leyes universales que la razón le da a conocer y la ley que Dios le revela. También en este sentido es oportuno recordar que para el Buey mudo el cuerpo es tan sagrado como el alma. El hombre individual es el que piensa y no solo el alma; el hombre es el que siente y no solo el cuerpo. Aunque es espiritual, el alma es forma del cuerpo.
En quinto lugar es bueno recordar cómo el Buey mudo supera la filosofía griega afirmando que Dios más que primer motor, es Acto puro; y dichas pruebas, antes que al primer motor, llevan al primer ser. Si para los griegos Dios no da el ser sino solo un cierto modo de ser (Dios no es el ser total sino un ser parcial, porque también la materia existe desde toda la eternidad); para el Buey mudo Dios no es solo el creador de las formas de los seres, sino también el creador de todos los seres. Tal y como expresó el filósofo francés Etienne Gilson, interpretando a Santo Tomás: «No hay más que un solo Dios, y este Dios es el ser; tal es la piedra angular de la filosofía cristiana; y no fue colocada por Platón o por Aristóteles, sino por Moisés» (E. Gilson).
En esta perspectiva es bueno considerar, también con el Buey mudo, si pudo crear para su gloria, si resulta que esta es inalterable, dado que no puede crecer o disminuir. Dios crea otros seres para que gocen de su gloria, como Él mismo goza de ella. Dios no difunde su gloria para sí, sino para nosotros. No la difunde para obtenerla, puesto que ya la posee, ni para aumentarla, puesto que es completa, sino únicamente para comunicarla. El Dios del Buey mudo es el Dios del amor y por tanto creador y providente, no se halla encerrado en el círculo de sus propios pensamientos, como el Dios de Aristóteles. En este mismo contexto, el problema del mal asume rasgos diferentes. Si Dios no existe, el bien no se explica. Pero si Dios existe, ¿de dónde viene el mal? Para el Buey mudo la raíz del mal es la contingencia del ser finito (mal físico), que explica los cambios y la muerte. Por la libertad de la criatura racional, que puede no reconocer su dependencia con respecto Dios, el mal moral.
En definitiva, es el mugido del Buey mudo el que demuestra como en ningún otro sistema, salvo en el cristiano, que todo depende de Dios, ya que en el Génesis se afirma que «Dios creó el cielo y la tierra» y, en el Éxodo, que «Dios es el que es». Desde este mugido se entiende que a la exhortación de su amigo y secretario Reginaldo de Piperno que le exhortaba a terminar la Summa Theologiae, respondiese: Raynalde, non possum, quia omnia quae scripsi videntur mihi paleae.
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