La verónicaAdolfo Ariza

De almas y cuerpos

Actualizada 04:30

Este verano he leído una novela titulada Almas y cuerpos (Madrid 2020) del escritor David Lodge (Londres, 1935) El nutrido y curioso grupo de protagonistas de la novela – ya se entiende que basada en hechos reales - queda constituido bajo el común denominador de un elenco de personas que creen haber descubierto que «el infierno, el infierno de su infancia, había desaparecido para siempre».

El asunto narrado llegó a tener tal calado que es definido por la novela misma como «la primera prueba importante de la unidad de la Iglesia católica tras el Concilio Vaticano II, la primera comparación del poder y la influencia de los conservadores y los progresistas, de los legos y el clero, de los sacerdotes y los obispos, de las iglesias nacionales y la Santa Sede» y, precisamente, no en un «debate sobre la naturaleza de Cristo y el significado de sus enseñanzas a la luz del conocimiento moderno» sino en la recepción de la enseñanza del Papa Pablo VI, en la encíclica Humanae vitae, con respecto a la contracepción, por la vía del preservativo, en el marco del matrimonio canónico. Los hechos narrados por la novela tienen de fondo la cuestión de la presumible «compatibilidad de eros y ágape» y la resolución a preguntas tipo: «qué era el amor, qué era el amor conyugal y por qué Dios lo había hecho tan bonito».

Las mentes de los protagonistas de la novela eran un «hervidero de ideas», «llenas de vida pero carentes de dirección». En estas mentes estaba «Freud, que decía que tenemos que asumir nuestros deseos reprimidos, y estaba Jung, que decía que tenemos que reconocer los arquetipos que rigen nuestras pautas de conducta, y estaba Marx, que decía que tenemos que unirnos a la lucha de clases […]. Estaba Sartre, que decía que el hombre era absurdo aunque fuera libre, y estaba Skinner, que decía que el hombre era un puñado de reflejos condicionados, y estaba Chomsky, que decía que era un organismo generador de oraciones». Y, evidentemente, también tenía cabida la pregunta con respecto a Dios: «Kant decía que era la presuposición esencial de los actos morales, el obispo Robinson decía que era el fundamento del ser y Teilhard de Chardin decía que era el puto omega. Wittgenstein decía que, de lo que no podemos hablar, es mejor callar».

En los protagonistas se daba un «creer en Él con la cabeza» y un creer «en hacer buenas obras con el corazón» pero – y aquí viene el drama – «estas dos cosas nunca se han juntado»: -«Nunca he creído en Él con el corazón». En el nudo del relato surge la duda, en aquellos protagonistas que habían sido «los primeros defensores de la revolución sexual», sobre «si las cosas no habían ido demasiado lejos».

De una forma original donde las haya concluye la novela advirtiendo con respecto a este ya no tan joven grupo de católicos ingleses que «no solo debemos creer, sino que también debemos ser conscientes de que creemos: vivir nuestra fe y al mismo tiempo verla desde fuera». Es cierto que este grupo ha experimentado de primera mano que «han cambiado muchas cosas». «Pero tal vez el cambio más importante es uno del que la mayoría de los católicos apenas son conscientes: el desvanecimiento gradual de la metafísica católica tradicional, esa síntesis maravillosamente compleja e ingeniosa de teología y cosmología y sofismas, que situaba a las almas individuales sobre el tablero de una especie de juego de la oca espiritual, motivándolos con dosis equivalentes de esperanza y miedo y prometiéndoles que, si perseveraban, conseguirían una recompensa eterna». El resultado que barruntan es que la «fe» será «reemplazada por algo menos vivido pero más tolerante». Un drama más acuciante si cabe cuando se percibe y se reza, como uno de sus protagonistas, de tal modo: -«Junto a las aguas de Disneylandia me senté y lloré. Encontré lo que andaba buscando». Chesterton, en Ortodoxia, tiene el dato más que claro: «La vida (de acuerdo con la fe) se parece mucho a una novela por entregas: la vida concluye con la promesa (o la amenaza) de ‘continuara en el próximo número’. Además, la vida imita con noble vulgaridad a las novelas por entregas y se interrumpe en el momento más emocionante. Pues no hay duda de que eso es la muerte».

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