Prédica del Gran Inquisidor para el próximo domingo
«El misterio de la existencia humana no estriba sólo en el vivir, sino en el para qué se vive»
Nuestro predicador dominical, Cardenal Gran Inquisidor, es «un anciano de casi noventa años, alto y erguido, de cara enjuta, de ojos hundidos, pero en los que brilla aún cierto fulgor, como una chispita de fuego». Como corresponde al Primer Domingo de Cuaresma se dispone a comentar todo aquello que atañe al misterio de las tentaciones del Señor en el desierto. Opta por la oratoria propia de un diálogo ficticio con el «Tentado»; si bien, finalmente, por el silencio del «Tentado», todo queda en un monólogo del predicador. Aunque también es cierto que el predicador no cesa de provocar al «Tentado»:
-«El espíritu terrible e inteligente, el espíritu de la autodestrucción y del no ser, el gran espíritu habló contigo en el desierto y, según se nos comunica por los Libros, te tentó. ¿Es esto cierto? ¿Cabía decir algo más verdadero de lo que te comunicó en las tres preguntas, que tú rechazaste, y que en los Libros se llaman tentaciones?».
El silencio del «Tentado» lleva al discurrimiento en voz alta del predicador que considera el más «atronador» de los milagros la misma formulación de las «tres preguntas» en las tentaciones del desierto en las que «se reducen todas las insolubles contradicciones históricas de la naturaleza humana en toda la tierra». Tiene muy claro que tras la formulación de las mismas preguntas se encuentran «las tres fuerzas que pueden vencer y cautivar por los siglos de los siglos la conciencia» de los hombres, «por su propia felicidad», y estas fuerzas son: «el milagro, el misterio y la autoridad».
Como se trata de predicar y de no ir por las ramas, comienza tan insigne predicador por la primera de las tentaciones. El predicador hace perorata del drama: «El misterio de la existencia humana no estriba sólo en el vivir, sino en el para qué se vive»; de modo que «sin una firme idea del para qué de su vida, el hombre no querrá vivir y preferirá matarse a permanecer en la tierra, aunque en torno de él todo fueran panes». Repensar el dato le lleva a enfado con el «Tentado» que parece haber olvidado, según el predicador, «que la tranquilidad y hasta la muerte son más caras al hombre que la libre elección en el conocimiento del bien y del mal». Vuelve a cargar abiertamente contra el «Tentado»:
-«En vez de apoderarte de la libertad humana, la multiplicaste y la hiciste caer con todo el peso de los tormentos que provoca, sobre el alma de los hombres por los siglos de los siglos. Quisiste que el amor del hombre fuera libre para que él te siguiera por sí mismo, encantado y cautivado por ti».
Con la segunda tentación no disminuye, sino que se acrecienta, lo subido del tono:
-«¿Ha sido creada la naturaleza humana de modo que sea capaz de rechazar un milagro, y en momentos tan terribles de la vida, cuando se le plantean los problemas espirituales más espantosos, fundamentales y atormentadores, pueda quedarse sólo con las libres resoluciones de su corazón?».
El predicador quiere denunciar el error del «Tentado» que necesariamente tenía que saber «que tan pronto el hombre rechaza el milagro, por poco que sea, rechaza inmediatamente, asimismo, a Dios, pues el hombre busca no tanto a Dios como al milagro». Todavía le afea al «Tentado» que no bajase de la Cruz cuando le gritaban, ensañándose y burlándose: «Bájate de la cruz y creeremos que eres tú». No comprende el predicador que el «Tentado» juzgase a los hombres «desde excesiva altura, pues son esclavos, aun habiendo sido creados rebeldes». La rebeldía del «libre amor» y de la «fe libre» («no milagrosa»); y no «el servil entusiasmo del esclavo».
En la tercer tentación es aún más dramática la perplejidad: -«¿Por qué rechazaste este ultimo don?». Puede que, si el «Tentado» hubiera aceptado «este último consejo del espíritu poderoso», hubiera «proporcionado al hombre cuanto busca en la tierra, es decir, un ser ante el que inclinarse, un ser al que confiar la conciencia, y también la manera de que todos se unan, al fin, en un hormiguero indiscutible, común y bien ordenado». Sabe el predicador de las tretas del «espíritu poderoso» con el que sorprendentemente o no tiene una especial empatía: 1) «una felicidad tranquila y mansa, una felicidad de seres débiles»; 2) «permiso para que pequen, pues son criaturas débiles e impotentes»; 3) «les liberaremos de la gran preocupación y de los terribles sufrimientos que sienten ahora al tener que tomar una resolución personal y libre». Finalmente el predicador se descubre del todo:
-«¿No amábamos, por ventura, a la humanidad, al reconocer tan humildemente su impotencia, al aligerarla con cariño de su carga, al tolerar su débil naturaleza el pecado, a condición de que sea con nuestro permiso? ¿Por qué, pues, vienes ahora a estorbarnos?».
Y, sin embargo, se produce un giro dramático de los acontecimientos: perdura el silencio del «Tentado» que ha escuchado «atenta» y «mansamente» y el predicador solo percibe la mirada fija con dulces ojos del «Tentado». El predicador solo puede proferir: -«Vete y no vuelvas más… no vuelvas nunca…¡nunca, nunca!».
Fin. Hasta aquí el «poemita» de Iván Karamázov. Como el mismo Iván recuerda en los versos de Schiller: «‘Cree lo que el corazón te diga,/ no hay promesas de los cielos’. Y no queda más que la fe en lo dicho por el corazón».