Perrinieto en el carricoche
Pensaba que eran elementos de una leyenda urbana, ecos de historias que se cuentan a la luz de una hoguera, exageraciones, habladurías o narraciones que se habían salpimentado con un punto de extravagancia impostada. Pero no. Ya están aquí. Y he tenido dos avistamientos en tan sólo unos días. ¿Alucino? ¿Me engañan mis ojos? ¿Están mis sentidos abotargados? Que juzguen mis lectores.
Como paseante deportivo, dentro de los diez andadores más rápidos de la categoría +50 y peso pesado del barrio, suelo caminar por el Parque de Levante, denominada así una zona de secarral en Fátima que cuenta con tirolinas, un tobogán que no escurre, un arroyo lleno de basura y varios carteles que anuncian futuros huertos urbanos. Allí lo vi. Una pareja paseaba con varios perros, algo normal, pues la zona funciona realmente como retrete para estos animales. Ella empujaba un capachito de bebé. Enternecido por la buena nueva, y dando gracias interiormente a estas personas por combatir la crisis demográfica, me dispuse a observar el pequeño vehículo para enarbolar, tras ver al niño, una sonrisa que reconfortara a ambos, que les transmitiese un sencillo «enhorabuena». Al ver lo que había dentro se me encogieron, por este orden, el alma y el esfínter anal. El estupor y la congoja no me permitieron dilucidar si se trataba de caniche, carlino, chihuahua, bulldog francés o algún tipo de terrier. Pero era otro perro. El elegido.La niña o perrita de sus ojos. Aquella que ni siquiera pisa la tierra. Peludo monarca en un cochecito de Jané, presidiendo la comitiva con sus pajes humanos y sus congéneres majorettes. No quise dar crédito a lo que veía, por lo que esprinté como un marchador olímpico a la búsqueda de una fuente donde recomponerme.
Traté de olvidar como pude este primer avistamiento, y el estrés post-traumático iba aminorando poco a poco. Mas no tuve tregua. A los pocos días atravesaba el Jardín de los Poetas. Si los anteriores eran un dúo de mediana edad, aquí una mujer ya entrada en años, calculo más de 60, empujaba otro capachito cerca de la zona infantil y multiusos que se utiliza igualmente para la celebración de botellones o como dormitorio de vagabundos. Miraba alerta para todos lados. Y entendí por qué. Un terrier blanco asomaba por el carricoche. La señora estaba sin duda vigilando, lo intuí perfectamente, para subir al perro en los columpios en cuanto nadie mirase. Aún no se atrevía a hacerlo con descaro, pero tenía todas las intenciones y se notaba. Deseé en esos momentos lanzarme al estanque del lugar, vacío y sucio, o tomarme una naranja amarga del árbol, a modo de arsénico andaluz. Si en el caso del Parque de Levante me había topado con un perrhijo en cochecito, aquí se trataba ya de un perrinieto.
Hasta el momento, es cierto, había visto perros pequeños en algún tipo de cochecillo o andador de anciana, pero siempre porque la dueña en cuestión no podía caminar con normalidad y llevar al perro con la correa. O bien la mascota era muy mayor y tenía multitud de dolencias graves. Esta es la primera vez que me topo con perrhijos y perrinietos paseados con todas las de la ley, sin más, sin lesiones en sus subordinados humanos ni tampoco en el animal.
Vivo desorientado desde entonces, pensando que, en breve, el antiguo mejor amigo del hombre puede ir conquistando posiciones. Ya lo hizo desde el instante en que hubo que recoger sus caquitas con la mano. Luego componiendo la única descendencia de algunas familias. En estos momentos está a punto de disfrutar de las zonas infantiles. ¿Qué será lo siguiente desde que nos habituemos a verlos en los toboganes y columpios? ¿El primer ingreso en una guardería? ¿Solicitudes de escolarización a la par que los niños en el conservatorio? ¿Consideración oficial como hijos? ¿Que los ladridos sean idiomas co-oficiales en las comunidades autónomas?
Si viviese hoy Jean-Honoré Fragonard, en su columpio iría el perrinieto, observado por la perribuela con un guante de plástico en la mano, dispuesta ya a recoger un regalito rococó.