La ley permite contarlo, lo que escandaliza es lo contado
Queridos lectores, ya sabrán ustedes que si algo se cotiza más que el aceite de oliva en España, es un buen cotilleo con trasfondo político. Esta semana, los protagonistas, para variar, han sido de nuevo Pedro Sánchez y su exministro José Luis Ábalos, cuyos mensajes de WhatsApp han aparecido alegremente en la prensa. Y como era de esperar, el Partido Socialista ha reaccionado con la solemnidad de quien descubre que su diario de la adolescencia ha sido fotocopiado y repartido por el barrio: amenaza de denuncia por intromisión en la vida privada.
Por supuesto que me he sentido tentado a emitir un dictamen con toga incluida desde el salón de mi casa, pero lo cierto es que este asunto, desde el punto de vista legal, tiene más humo que asado. Vamos por partes.
Hipótesis 1: La fuente anónima y el periodista — el viejo romance constitucional
Imaginemos que los mensajes se filtraron desde una fuente anónima. Esa fuente podría ser desde un topo con acceso a los chats, hasta ese primo cuñado que arregla ordenadores en su tiempo libre y ha visto cosas que no puede contar. El periodista que recibe esta información está amparado, faltaría más, por el artículo 20.1.d) de la Constitución, que le reconoce el derecho a no revelar sus fuentes.
Y no, este derecho no es un capricho de la prensa para guardar secretos como si fueran la CIA. Es una garantía democrática que protege el ejercicio de la libertad de información. Si empezamos a pedir a los medios que revelen de dónde sacan sus exclusivas, acabaremos con periodistas haciendo reportajes desde la sección de ofertas del supermercado, nadie hablaría, no nos enteraríamos de nada, no habría investigación.
¿Puede forzarse judicialmente al periodista a decir quién le pasó los pantallazos? En teoría, sí. En la práctica, solo si hay un delito grave de por medio y una resolución judicial muy justificada. Y sinceramente, en este caso lo que hay son egos heridos, no códigos penales en llamas.
Hipótesis 2: Ábalos, el mensajero y el mensaje
La segunda posibilidad es aún más sabrosa: que fuera el propio Ábalos quien compartiera voluntariamente sus conversaciones con el presidente. Aquí es donde el Derecho, ese viejo sabio con gafas, se encoge de hombros y dice: «Pues mira, chico, está en su derecho».
La ley es clara: si yo participo en una conversación, tengo derecho a contarla. Incluso a enseñar el pantallazo, aunque no haya recibido permiso del otro interlocutor. ¿Inapropiado? Quizás. ¿Traiciona la confianza? Desde luego. ¿Delito? Ni por asomo.
El artículo 18 de la Constitución protege el derecho a la intimidad personal y familiar. Pero este derecho no vive en una burbuja: se equilibra constantemente con el derecho a la información, especialmente cuando hablamos de cargos públicos.
¿Es Pedro Sánchez una figura pública? ¿Tiene relevancia lo que diga a su exministro? Absolutamente. Si en esos mensajes hubiera confesado que elige ministros con los ojos cerrados o que todas las decisiones se toman en una peña de dominó, el interés informativo sería incuestionable.
Pero incluso sin ese morbo, el Tribunal Constitucional ha dejado claro que las personas con proyección pública deben soportar un mayor grado de escrutinio. No, esto no significa que puedan entrar con cámaras al baño de la Moncloa, pero sí que sus comunicaciones sobre asuntos públicos están sujetas a cierto grado de transparencia.
¿Entonces, hay caso o no hay caso?
La respuesta es un rotundo «no hay caso». La intención de presentar una denuncia por intromisión en la vida personal está destinada al mismo cajón donde reposan los propósitos de año nuevo pasados por agua: buenas intenciones sin recorrido.
Ni se puede obligar al medio a revelar su fuente sin una base legal muy potente, ni se puede impedir a Ábalos que comparta sus propias conversaciones. Es como si alguien denuncia a su ex por contar que le dejó por WhatsApp. Puede que fastidie, pero ilegal no es.
Aquí la verdadera cuestión no es si hay delito, sino qué demonios está pasando con la gestión de las relaciones personales en la política. Nos dicen que todo fue con «cariño», pero los mensajes rezuman ese tipo de afecto típico del «que te vaya bien en la vida» después de una ruptura, insultos, conductas autoritarias dignas de cualquier dictadorzuelo cutre y, como siempre ocurre con este gobierno, realidades paralelas a lo que le cuentan a los ciudadanos.
La cuestión aquí no es si ha habido delito en la filtración, porque no lo hay. La cuestión de verdad preocupante es lo que revelan esas filtraciones: un presidente que desprecia a sus compañeros, que actúa por intereses personales y que construye una versión oficial de los hechos que poco o nada tiene que ver con la realidad. Lo grave no es que se hayan publicado los mensajes; lo grave es leerlos. Y descubrir que el Gobierno que se envuelve en la bandera de la transparencia vive en una realidad paralela, donde la mentira se institucionaliza y el cinismo se normaliza. No necesitamos una denuncia, necesitamos decencia.