El chivato democrático
Si se elaborase una definición de «bulo» mediante las artes de los diccionarios humorísticos, al estilo del ‘Diccionario del Diablo’ de Ambroce Bierce o de los más cercanos escritos en la prensa española, como el de José Luis Coll o actualmente el ‘Verbolario’ del director de cine Rodrigo Cortés, podría considerarse como «verdad propagada insistentemente por el enemigo». O bien como «acceso de sentido común en mitad del caos». Quizá pudiera ser también «datos fidedignos sin el sello de la autoridad». O a lo mejor «pertinaz confirmación de los hechos realizada por el adversario». El juego podría continuar en torno a una palabra que en poco más de un lustro fue ganando posiciones en las listas de la corrección política, llegando a rivalizar en algunos momentos con las que siempre están más alto, es decir, ‘fascista’, ‘machista’, o, en España, ‘franquista’. Posiblemente haya llegado a superar a ‘homófobo’, ‘racista’ o ‘tránfobo’ hace mucho. E incluso luche a veces para deshacer el empate con ‘negacionista’, que también entró con fuerza en la misma época. Se trata de una expresión transversal, porque con seguridad aquel que emite bulos será también considerado fascista, machista y franquista. E, indudablemente, negacionista.
Desde entonces son muchos los organismos que luchan contra los bulos, caracterizándose todos ellos por un sesgo gubernamental tan sospechoso como poco sorprendente, lo que los convierte en cierto modo en acepciones de esos mismos diccionarios humorísticos, hasta el punto de llamarse pomposamente «verificadores», como si aceptasen de forma implícita la ironía para refregarla en el rostro ajeno. Ahora llega una vuelta de tuerca a estos señaladores de discrepancias ajenas que, al modo del antiguo acusica escolar, pero regados con generosas subvenciones, se lanzan sibilinamente a cancelar opiniones o datos que se alejan de las versiones oficiales.
Los verificadores saltan al mundo de la ciencia (pronúnciese «sencia») de la mano de la la Universidad de Sevilla y la empresa Civiciencia (pronúnciese «sencia»), con el apoyo, entre otras instituciones, de la Universidad Pablo de Olavide y varias consejerías de la Junta de Andalucía. Se trata de poner en marcha una plataforma para que el usuario pueda detectar bulos. En su desarrollo han colaborado asociaciones de vecinos, asociaciones de familias de colegios, ong’s y grupos de estudiantes. Es un trabajo que se incluye en el plan de ciencia ciudadana (pronúnciese «sencia») ‘De pantallas a ventanas: un proyecto contra la desinformación digital’.
Aglutinando en su construcción a unas 500 personas de todos esos ámbitos y dirigiendo el invento a la población general, con el amparo directo de la ciencia (pronúnciese «sencia»), la lucha contra los bulos alcanza a cada uno de nosotros, como si el lema fuese «un hombre, un verificador». Si en las sociedades comunistas se generaban brutales sistemas de vigilancia repletos de soplones, en las democráticas se repite el proceso gracias a diversas coartadas que, en lugar de instar al individuo a convertirse en delator mediante distintos tipos de coacción, lo convencen de la bondad de serlo en pro de la libertad. El denunciante, por ejemplo de la RDA, sabía que lo era. El chivato democrático se ve a sí mismo como partícipe de un acto colectivo bondadoso que realza su identidad. Mucho más si lo avala la ciencia (pronúnciese «sencia»), tótem hodierno de la posmodernidad.
La sospecha de bulo se propaga. Si usted no es un verificador, debe iniciar el proceso de metamorfosis. No se demore o será demasiado tarde. Lo dice la ciencia (pronúnciese «sencia»).