La verónicaAdolfo Ariza

Un nuevo Doctor para la Iglesia

Son prácticamente inabarcables las intuiciones y las certezas que nos brinda un pensamiento como el de Newman

El próximo 1 de noviembre San John Henry Newman – cuya festividad se celebra este 9 de octubre - será agregado por el Papa León XIV al distinguido número de los Doctores de la Iglesia y, sin embargo, este nuevo Doctor de la Iglesia se preguntaba en un sermón titulado Divinas llamadas: «[…] ¿qué se gana agradando al mundo, agradando a los poderosos o incluso agradando a los que amamos? ¿Qué se gana con ser aplaudido, admirado, solicitado, imitado, si lo comparamos con ese incomparable fin de no ser desobedientes a lo que vemos como querido por Dios? ¿Qué puede ofrecer este mundo comparable a la percepción de las cosas espirituales, esa fe penetrante, esa paz interior, esa elevada santidad, esa rectitud perenne, esa esperanza de la gloria, que tienen los que aman y siguen con sinceridad a nuestro Señor Jesucristo?». De manera que alguien que se cuestiona así, por el más puro y verdadero de los contrastes, solo puede pedir del cielo que se «nos conceda vista y oído, olfato y gusto del mundo venidero».

Son prácticamente inabarcables las intuiciones y las certezas que nos brinda un pensamiento como el de Newman. Pero desde la más elemental – y quizá pueril – polisemia que el término «doctor» nos propone quisiera esbozar lo que su pensamiento tiene de sanador y medicinal para el creyente de todos los tiempos.

Cabria, pues, comenzar por lo que el nuevo Doctor de la Iglesia advierte, en primer lugar, frente a aquellos que «se creen jueces y tratan los asuntos más sagrados y las doctrinas más divinas con desprecio y sin reverencia» – «Como si fuera posible acercarse a la Verdad sin acatamiento de la misma» -. Tiene muy claro que «el error común» consiste en «creerse juez de la verdad religiosa sin preparar el corazón» puesto que «los ojos groseros no ven; los oídos duros no oyen». Conviene tener muy presente que «la luz no puede ser vista por los ciegos, y hay quienes no pueden ver la verdad, no porque la verdad tenga algún defecto, sino porque el defecto está en ellos mismos». El drama viene dado cuando «los hombres consideran que tienen pleno derecho a discutir los temas religiosos, prescindiendo de las actitudes religiosas». En definitiva, «los que no saben nada de las heridas del alma no llegan a considerar la cuestión ni se dan cuenta de sus circunstancias». De ahí que rece: «Que todo prejuicio, seguridad en nosotros mismos, doblez interior, falta de realismo, absolutismo y sectarismo queden lejos de nosotros». Aunque también cabe advertir a los de «dentro»: -«¿Por qué nos sucede a menudo que no nos hallamos preparados para tomar parte en estas festividades, sino porque no somos lo bastante buenos, porque el dogma es en nosotros una mera noción teológica y no una imagen viviente dentro de nosotros?».

En su ejercicio de la medicina espiritual el nuevo Doctor es bastante explícito: «Tenemos corazones de piedra, tan duros como el suelo de las carreteras; en ellos la historia de Cristo no hace impresión. Y, sin embargo, si hemos de salvarnos, hemos de tener corazones tiernos, sensibles, vivos; deben compungirse, deben desmenuzarse como tierra y polvo, y regarse, cuidarse y cultivarse, hasta que se vuelvan como jardines, jardines del Edén, aceptables a nuestro Dios, jardines en los que el Señor Dios pueda pasearse y reposar; llenos, no de zarzas y espinas, sino de todas las plantas útiles y olorosas, con árboles y flores celestiales. Del desierto seco y estéril deben brotar corrientes de agua viva […], hemos de tener lo que por naturaleza no tenemos, fe y amor, y ¿cómo se va a realizar esto […], si no es por la práctica de la meditación divina a lo largo del día».

Con una más que notable precisión el futuro «Neodoctor» nos muestra que es un hecho difícilmente discutible que «nadie puede ser religioso sin llevar la religión en el corazón». Ahora bien, «existe el peligro grande de que se haga un mal uso de los afectos»: «No basta con decirte que sirvas a Cristo en espíritu de fe, temor, amor y gratitud; hay que cuidar que sean la fe, el temor, el amor y la gratitud de un alma sensata». En este orden de las cosas el evangelio nos ofrece varios ejemplos: 1) «El tumulto de celo vehemente que san Pedro sintió antes de su prueba le falló cuando se vio sometido a ella». 2) «Esa admiración a boca abierta de la plebe ante el milagro de nuestro Salvador se torno de pronto en blasfemia». Creo que todos podemos estar de acuerdo en que es mucho más fácil para el que acompaña en la fe «interesar a la gente en el tema de la religión, por arduo que sea, que dirigir el alma que él mismo ha excitado». Con que facilidad queremos «dar salida a los puros sentimientos abandonando los humildes y prácticos esfuerzos de servir a Dios». Así las cosas, y pasado un tiempo, sigue advirtiendo nuestro Doctor, «de repente dan un giro y se vuelven mundanos, abjuran completamente de Cristo o le niegan como Pedro; o se van hundiendo poco a poco en formas de obediencia meramente externas, al tiempo que se consideran todavía verdaderos cristianos que gozan del favor del Dios Todopoderoso». El remedio, según lo prescrito por el nuevo Doctor, será «prevenir a los hombres acerca del papel de los sentimientos en la piedad, urgiéndoles al mismo tiempo a poner el corazón en Dios». De modo que «el estado perfecto de espíritu al que debemos aspirar y que el Espíritu Santo concede es una deliberada inclinación a servir a Dios en todo, una decidida determinación de dejarlo todo por Él, un amor a Él ni tumultuoso ni entusiasta, sino ese amor que un hijo tiene por sus padres, tranquilo, absoluto, reverente, contemplativo, obediente».

Hasta aquí la consulta con el Doctor Newman, Doctor de la Iglesia y doctor de vida cristiana.

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