Firma InvitadaMarcos Peña molina

La confusión como forma de ejercer el poder

Act. 19 nov. 2025 - 08:08

El progreso de las sociedades no consiste en multiplicar las leyes, sino en preservar la claridad moral que las inspira”Montesquieu

Vivimos un tiempo en el que todo parece saber a algo, pero nada sabe a verdad. España, que quiso ser moderna dejando de ser libre, ha terminado siendo confusa sin llegar a ser profunda. La confusión, más que el error, se ha convertido en el verdadero instrumento del poder. Del error se sale; de la confusión se vive, pero mal.

El ciudadano ya no distingue entre lo que es justo y lo que simplemente funciona. Entre el interés general y el interés de quien lo invoca. La confusión, antes síntoma de desorden, se ha hecho método: un modo de gobernar sin que se note, de decidir sin explicar, de mentir sin mentir. De hablar sin decir. La idea es confundir. No salir de una nebulosa donde la elección está predeterminada como el que juega con un trilero. La verdad se esconde tras el relato. El relato tras la manipulación. En la manipulación está el interés de quien teme a la claridad. Porque donde hay claridad hay responsabilidad, y donde hay responsabilidad hay límites.

El poder, cuando se sabe impune, necesita confundir para sobrevivir. La confusión es su refugio y su coartada: en ella todo es discutible, todo es interpretable, nada es definitivo. Así se gobierna sin rendir cuentas, se promete sin cumplir, se ocupa el Estado sin servirlo.

El ciudadano, atrapado en ese laberinto, termina por aceptar la mentira como un mal menor, y la opacidad como un signo de madurez. Ya no exige que le digan la verdad; se conforma con que le digan algo que suene verosímil. La apariencia se impone a la sustancia, y la comunicación sustituye a la conciencia.

Y mientras tanto, el interés de quien confunde crece: es el interés de dominar sin parecerlo, de dirigir sin asumirlo, de reducir la libertad a una sensación. No importa ya lo que se hace, sino cómo se cuenta.

El poder no teme al error del ciudadano: teme su lucidez. Porque un ciudadano lúcido es el único límite real que puede tener.

La política actual no pretende convencer, sino entretener. Las palabras han perdido su peso moral. Se pronuncian con solemnidad términos que ya no significan nada: igualdad, progreso, derechos, democracia. Conceptos que, usados sin precisión, acaban por anularse. En nombre de la igualdad se desprecia el mérito; en nombre del progreso se desprecia la tradición; y en nombre de la democracia se desprecia al ciudadano.

El poder ya no teme al pueblo porque ha aprendido a confundirlo. El ciudadano, saturado de información y privado de criterio, vive en un ruido constante que anestesia su voluntad. Todo se comenta, nada se comprende. Todo se discute, nada se cambia.

La representación se ha convertido en un trámite, el Parlamento en una ceremonia y la ley en un instrumento de propaganda. España no vive una crisis institucional, sino algo peor: una crisis de significado. Todo parece en marcha, pero nada avanza.

Nos han enseñado a desconfiar del error, cuando es precisamente el error lo que ilumina la verdad. Del error se aprende; de la confusión solo se huye. La claridad exige riesgo, exige pensamiento, exige distinguir. Pero distinguir se ha vuelto peligroso: en tiempos de consenso forzoso, la lucidez se paga cara.

El verdadero desafío no es reformar las instituciones, sino recuperar el coraje de pensar sin permiso. Porque no hay democracia posible donde el ciudadano prefiere no entender, ni libertad que resista cuando la mentira se ha vuelto confortable.

España no necesita más leyes ni más discursos. Necesita, simplemente, claridad.

Marcos Peña Molina es abogado y doctor de Derecho administrativo.

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