Fachada de la Secretaría General del Movimiento

Fachada de la Secretaría General del Movimiento

Crónicas castizas

El incendio del Ministerio

El Guerrero de Carabanchel fue quien le retó un día a prender fuego nada menos que a la entonces poderosa Secretaría General del Movimiento

Glicerio, a saber por qué, era el líder, que no el ideólogo, de un pequeño grupo de jóvenes inconformistas y entusiastas en las postrimerías del régimen anterior. Adicto a las lecturas de estrategia y a las de táctica, era forofo de las películas de mafiosos y de la lucha por el poder en Alemania y Francia. Era Glicerio entusiasta usuario del ordeno y mando y llevaba el grupo, al menos a la parte que le obedecía, que no era poca ni tampoco toda, con mano dura y voz chillona.
Con inteligencia táctica y una imaginación desbordante y sin misericordia, dirigía la banda de chavales en actividades variadas, no saben cuánto, llevándolos a realizar acciones cada vez más peligrosas, comenzando acaso con organizar unas huelgas inofensivas de Enseñanzas Medias contra uno de los mejores planes de estudio que ha tenido España y acabando en el asalto a punta de pistola de un establecimiento o arrojando granadas lacrimógenas en la Bolsa de Madrid. Actuaciones en las que se jugaban bastante más que la libertad, en aquellos años que pensábamos se daba con cuentagotas. Pero el caso es que enfundado en su larga e inaudita gabardina negra, que subrayaba su cuerpo de tabla, largo y estrecho, y con cierto aspecto de Mortadelo, pero más feo y con más nariz, Glicerio, estudiante a ratos sueltos y pocos de Ciencias políticas, no brillaba precisamente por su coraje ni su valor físico a pesar de sus audaces planes. Y así se lo hicieron saber alguna vez sus compañeros. De hecho, uno de ellos, del que ya hemos hablado en estas crónicas, el Guerrero de Carabanchel, fue quien le retó osado un día a prender fuego , cual si del Reichstag se tratara, nada menos que a la entonces, tempus fugit, poderosa Secretaría General del Movimiento. El presunto partido que, de forma no menos presunta, hipotéticamente gobernaba España para el general Franco. Ya saben, el innombrable.
¡Un incendio! Así se las gastaban los chicos de Bravo Murillo.
Y he aquí que Ángel, Glicerio, alguno más y una lata de gasolina, pasaron a la acción directa y se plantaron en una esquina de la calle de Alcalá en uno de los laterales de la citada Secretaria con rango de Ministerio que ostentaba un enorme yugo rojo. Y por el ventanuco, sobre la pequeña puerta de la entrada de guardia, Glicerio, aupado cuan alto era, y lo era mucho, a los sólidos hombros de Ángel, entonces obrero en la cadena de montaje de una fábrica de automóviles, comenzó a derramar gasolina en lo que él creía que era el interior del imponente edificio. Pero en realidad, el líquido inflamable, disciplinado a las leyes de Newton, lo que hizo fue duchar involuntariamente y despertar así a un policía que dormía en su turno, despejándole completamente para el servicio y alejándole de los confortables brazos de Morfeo.
Alarmado por el olor, el agente de uniforme gris, entonces el que vestía la Policía Armada, fue hacia la puerta y la abrió provocando movimiento entre los asaltantes, al empuñar la pistola reglamentaria del nueve largo y montarla apuntándoles con ella a un metro de distancia. Y Ángel consiguió salir corriendo tras la estela huidiza de sus compañeros que tomaban las de Villadiego para eludir la detención ante el cariz que adoptaban las cosas. Pintaba en bastos. Los dos vigilantes que habían apostado sacaron ventaja en la posterior carrera.
Al faltarle el apoyo, Glicerio se quedó colgado de la moldura del ventanuco, cual si de una algarroba se tratara, por donde había derramado la gasolina. Y resultó que le echaron el guante los «grises» a él en exclusiva. Y así quedó detenido, pasó a comisaría, ese sitio donde siempre quieren que les acompañes (acompáñeme a la Comisaría) porque les debe dar miedo ir solos. A donde le interrogaron no muy amablemente sobre qué hacía y cuál era su propósito, encontrándole poco receptivo a las preguntas y confuso en sus explicaciones, y, de allí le exportaron a las Salesas y al final le dieron de cenar en Carabanchel. Una de las cosas que le salvaron de una condena larga en el posterior juicio, fue que no llevaba encima, y le habían registrado a conciencia, ni cerillas, ni mechero, ni nada que pudiera provocar la deflagración del combustible. Pero lo investigaron a fondo porque entonces no era muy normal encontrarse a un individuo intentando echar gasolina en el edificio que albergaba a la poderosa Secretaría General del Movimiento. Le dieron unos abundantes y generosos guantazos y lo dejaron encerrado en chirona por loco, no andaban del todo errados, pero en realidad más que una disfunción cerebral, que también dada la posterior trayectoria del interfecto en España y América, era un plan con muy mala logística, la peor, pesimamente ejecutado por no fumadores.
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