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03 de mayo de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El maravilloso Pepe

Salió de una aldea de Padrón sin mirar atrás y cumplió todos sus sueños con las armas de antaño: trabajo y talento

Actualizada 17:54

El maravilloso Pepe Domingo Castaño, que en realidad tenía vocación de poeta, se presentaba como un «soñador» que se había pasado la vida intentando desentrañar «por qué la lluvia es triste». Una curiosa conclusión para un gallego salido del muy húmedo Padrón, pueblo que siempre estuvo en su boca y que acabó haciéndolo hijo adoptivo y hasta dedicándole una plaza. Pero al final la lluvia conquistó al Pepe crepuscular, que reconocía en sus memorias que «a veces vuelvo a mi tierra y me quedo allí, extasiado, oyendo el repiqueteo de la lluvia en los cristales», porque «la lluvia y yo sabemos que del odio al amor no hay más que un paso». Con Dios le pasaba algo similar. Navegó en las brumas de la duda, pero al final, con el marcador apretando, le iba pasando como con la lluvia. Ahora estará narrando las grandes historias del cielo al lado de los buenos, de los mejores.
El año pasado, Pepe Domingo Castaño publicó su libro de memorias, Hasta que se me acaben las palabras. Vendió más de 50.000 ejemplares, una barbaridad en España, y donó todos los ingresos a Cáritas y a una asociación contra las lesiones medulares, Aesleme. Allí, como de pasada, confesaba Pepe: «Trato de disimular la carga de aniversarios aparentando una vitalidad que no tengo». Disimulaba bien, con su tupida mata de pelo blanco, sus gafas de pasta verde, una sonrisa que brillaba a varios metros, un físico más delgado y el uniforme de la camisa blanca, un poco arremangada, los vaqueros, las zapatillas y, por supuesto, su bronceado meracho-marbellí.
Pepe, aunque vivía de comunicar y a pesar de sus infinitas vivencias profesionales y mundanas, no hablaba mucho, no era un monopolizador de la conversación. Más bien escuchaba y cuando intervenía lograba esa atención que suscita el respeto. Transmitía una cierta autoridad, que no se sabía muy bien dónde residía, un tanto inaprensible. Mi teoría es que radicaba en su honorabilidad y su apego al sentido común (que respetaba hasta en el rigor con que organizaba sus inexcusables farras con sus cuadrillas). Pepe era uno de esos seres que intentan que las personas se sientan bien a su lado, lo cual es la cualidad distintiva del auténtico gentleman.
Se trataba de un hombre orgulloso, satisfecho de sí mismo, de lo que había logrado. De naturaleza sonriente, albergaba también su genio. Podía ser cascarrabias, porque carecía de paciencia para lo imperfecto y para los que contradecían sus por lo general muy razonables principios. En política también militaba en el partido del sentido común. No era preso de unas orejeras determinadas, porque gastaba un espíritu libre.
La última vez que lo vimos fue en julio, en La Coruña. Organizó una cena a su estilo: donde quiso y para comer lo que él quiso. Un placer dejarse guiar, porque sabía. Nos llevó a un restaurante con vistas sobre las olas de la playa de Riazor y encargó una tortilla un poco al estilo Betanzos, un godello soberbio y la lubina más grande que yo haya visto (que para más señas estaba perfecta). Arreglamos un poco el mundo y nos reímos con anécdotas de unos y otros. Lo pasamos muy bien. Como siempre, admiré sin decirlo la elegancia con la que lo cuidaba su inteligente mujer, Tere, y el cariño y respeto que se tenían. A ratos, Pepe se quedaba callado un instante. La mirada se le iba a algún sitio inconcreto y privado suyo, como con un fugaz velo de melancolía. Ahora pienso que tal vez él ya intuía que enfilaba los últimos veranos, que pronto su silla-cátedra de julio en la terraza de La Perla, frente a la playa de Mera, quedaría vacante.
A sus 80 años, Pepe era un trabajador infatigable, y además lo disfrutaba. Curiosamente, mezclaba ese estajanovismo con un respeto sagrado a sus cumbres parranderas con su peña, que se hacían llamar Los Cabritos, aunque sospecho que de eso tenían poco, que maullaban más que mordían. En el arranque de cada semana enviaba presto su crítica gastronómica para El Debate, aunque se publicaban los viernes. Los correos empezaban siempre con su «Hola, hola». Esta semana, extrañamente, no recibimos el correo. Cuando se lo reclamé llegó en unas horas. Aunque sin saludos ni abrazos. Sin texto alguno. Ahora sospecho que lo mandó desde el hospital, en las que eran sus últimas horas, y siento muchísimo no haberle transmitido en aquel último intercambio el afecto profundo que sentía por él.
Pepe Domingo Castaño, un niño de la posguerra, salió de una aldea de Galicia, Lestrove, y acabó cumpliendo todos sus sueños a golpe de trabajo y talento. ¡Hasta fue un improbable cantante pop con un éxito que cruzó el charco, el famoso 'Neniña'!
Había conseguido pronto un empleo seguro en Padrón, como contable en una fábrica. Pero lo llamaba la radio, que lo ganó desde niño, cuando la escuchaba en la cocina de su madre. A los 18 años se plantó en Santiago a pedir una oportunidad en Radio Galicia. Allí gustó y saltó a Madrid, donde al principio las pasó canutas («la verdad es que no regresé a Galicia por no pasar la vergüenza de volver derrotado», me comentó alguna vez). Luego vino la radio musical, y después un programa en TVE de audiencia hoy inimaginable. Más tarde las vueltas ciclistas, los carruseles… hasta su última encarnación como el hombre que reinventó la publicidad radiofónica para casi convertirla casi en una de las bellas artes. Como siempre, en la Cope hablaba poco y escuchaba mucho. Pero cuando arrancaba, Paco González y Manolo Lama atendían como si estuviesen escuchando al mismísimo Cicerón. Respeto.
Pepe ha seguido a pie de micrófono hasta el final. Ganó mucho y merecido dinero con su arte, o con sus artes, porque poseía varias habilidades y era también un elegante y claro escritor (lo cual delata siempre a un buen lector). Pero sabía que al final, cuando se pasa el cedazo que bloquea las frivolidades, lo único valioso aquí abajo son la familia y los amigos, capítulo que veneraba, sabedor de que cada persona es irrepetible. Como lo fue él.
Una oración para Pepe Domingo Castaño Solar, que ya descansa en paz de Dios tras una vida cumplida.
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