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29 de abril de 2024

Ataque y defensa de los artilleros pronunciados en el cuartel de San Gil el día 22 de junio de 1866. Grabado de Marcelo París por dibujo de Alfredo Perea

Ataque y defensa de los artilleros pronunciados en el cuartel de San Gil el día 22 de junio de 1866. Grabado de Marcelo París por dibujo de Alfredo PereaPicasa / Wikimedia Commons

San Gil, la masacre que acabó con la carrera política del general O'Donnell

A cambio de ofrecerles su apoyo en sus reivindicaciones profesionales, los sargentos debían iniciar una sublevación en el cuartel de San Gil que sería secundada en las calles de la capital y, posteriormente, en toda España

Los progresistas, convencidos desde 1864 de que Isabel II nunca les llamaría a gobernar, se decantaron por el retraimiento electoral. Su ruptura con la legalidad les condujo a la vía revolucionaria para alcanzar aquello que la reina les negaba. Desde ese momento habían tratado de derrocar a los gobiernos moderados y de la Unión Liberal de Leopoldo O’Donnell, pero San Gil constituyó su primera actuación en la ciudad Madrid.
Conscientes del malestar de los sargentos de Artillería, que se sentían discriminados por sus oficiales, los progresistas trataron de sacar rédito de la situación. A cambio de ofrecerles su apoyo en sus reivindicaciones profesionales, los sargentos debían iniciar una sublevación en el cuartel de San Gil que sería secundada en las calles de la capital y, posteriormente, en toda España.

Rápidamente Madrid se llenó de barricadas defendidas por un pueblo que gritaba: «¡Viva la Libertad! ¡Viva Juan Prim!»

Los acontecimientos se precipitaron y, por miedo a ser descubiertos, los sargentos iniciaron su revuelta la madrugada del 22 de junio de 1866. Tras unas reyertas en el interior del propio cuartel, situado en lo que hoy es Plaza de España, los sublevados lograron sacar varios cañones a la calle. Rápidamente Madrid se llenó de barricadas defendidas por un pueblo que gritaba: «¡Viva la Libertad! ¡Viva Juan Prim!».
Esta revuelta involucró a casi todos los grandes generales del reinado de Isabel II, esos «espadones» que hoy prestan su nombre a diferentes calles de ciudades de toda España. Si bien Prim, líder indiscutible de los progresistas, se hallaba detrás de la revuelta, no participó en ella por hallarse exiliado. Sin embargo, O’Donnell –que además era presidente del Consejo de Ministros–, Francisco Serrano y Ramón Narváez, combatieron del lado de la Reina.
La resistencia de los sargentos sublevados, auxiliados por las masas madrileñas que simpatizaban con los progresistas, se mantuvo enérgica hasta el mediodía. En algunos puntos, como la plaza de Santo Domingo, la Puerta del Sol o Plaza de España, los combates fueron enconados y sangrientos. No obstante, las fuerzas armadas fieles al gobierno de O’Donnell acabaron sometiendo a los insurrectos, pacificando Madrid y tomando las barricadas levantadas desde la Glorieta de Bilbao hasta Puerta de Toledo.
Los fusilamientos del 25 de junio de 1866, por Juan de Alaminos (1892)

Los fusilamientos del 25 de junio de 1866, por Juan de Alaminos (1892)

Tras la revuelta vendría el momento de imponer castigos e impartir justicia. Prim y otros líderes destacados tanto del Partido Progresista como del Demócrata (Sagasta, Manuel Becerra, Emilio Castelar o Cristino Martos) fueron condenados a muerte, aunque no pudo aplicarse la pena por hallarse en paradero desconocido.
Distinta suerte corrieron 66 sargentos de Artillería, acusados del delito de rebelión y fusilados días más tarde de la sublevación cerca de la Puerta de Alcalá. La ferocidad de la represión pudo deberse al miedo de Isabel II, que había sentido los disparos desde su habitación en el Palacio Real. O quizás fue su marido, el temeroso Francisco de Asís, quien, atemorizado, exigió un castigo ejemplar.
La realidad es que fue el presidente del Consejo de Ministros, el general O’Donnell, quien asumió la responsabilidad de las ejecuciones, lo que le desgastó enormemente. Consciente de ello, la Reina no dudó en sustituirlo por Narváez, lo que disgustó enormemente al ya ex presidente. «Me han despedido como despedirían ustedes al último de sus criados» son palabras atribuidas a dicho general cuando salía de Palacio, jurando que jamás volvería a aceptar un encargo de Isabel II.
Poco más de un año después, el 5 de noviembre de 1867, Leopoldo O’Donnell fallecía en Biarritz, donde había fijado su residencia desde su desencuentro con la Reina. Ésta, enterada de la noticia, se lamentó: O’Donnell… «se empeñó en no volver a ser ministro conmigo, y se ha salido con la suya».
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