Niceto Alcalá-Zamora en la inauguración de la Escuela Normal de Maestros
Cómo la Segunda República impulsó la secularización en España: escuelas sin fe y entierros sin misa
En 1932 comenzó a aplicarse un programa radical de secularización que, por su contenido anticlerical y no negociado con los católicos, agrietó poderosamente la convivencia de los españoles en los años treinta del siglo XX
El 12 de enero de 1932 se publicó una circular en la que se aplicaba la laicidad de la Constitución republicana en la enseñanza. Los obispos de Oviedo, Huesca, Tarazona y Barcelona se mostraron en contra, lo que provocó que dirigentes laicos católicos protestaran y realizaran llamadas a la resistencia, publicando en sus periódicos cartas de censura de particulares y notificando la restitución de la enseñanza religiosa y de las imágenes en las escuelas de aquellos pueblos que se habían manifestado férreamente en contra ante los Ayuntamientos.
En el pueblo de Letux, los carlistas se concentraron en las escuelas públicas como medio de protesta contra la política antirreligiosa. En otros lugares, se intentó defender la presencia del crucificado por su carácter tradicional e histórico, así como por su simbolismo nacional, preguntando abiertamente qué tipo de emblema lo sustituiría: «¿La hoz y el martillo? ¿Un compás y una escuadra?», vinculando la medida con el comunismo y la masonería.
Inmediatamente, en las semanas siguientes, los gobernadores civiles impusieron multas a todos aquellos que provocaran conflictos de orden público por la retirada de los crucifijos en las aulas.
En otros pueblos, los ediles de izquierdas solicitaron al ministro de Instrucción Pública la inmediata expulsión de las órdenes religiosas no solo de las escuelas, sino de sus localidades. Así, poco tiempo después, y ante la reacción gubernamental, desde algunos periódicos se realizó un llamamiento pacífico, aconsejando que se respetara la ley, pero se exigiera también aplicar la circular de algunos directores de enseñanza —sobre todo en Castilla y el norte peninsular— en la que se ordenaba suprimir toda propaganda contraria a la religión.
Afirmando esa línea más moderada, en los meses siguientes los dirigentes católicos animaron a los creyentes y a sus seguidores a formar asociaciones de padres de familia en defensa de la escuela católica.
Unos días más tarde, la cuestión religiosa se tensó cuando se publicó el decreto del 23 de enero que procedía a la disolución de la Compañía de Jesús y al secuestro de sus propiedades. La esperada medida había sido combatida desde la prensa católica anteriormente y continuó su pugilato infructuosamente durante las semanas siguientes, pese a sus constantes apelaciones a que los principios democráticos —libertad e igualdad— que defendían las izquierdas se cumplieran en el caso de los jesuitas.
Jesuitas descargan sus equipajes y enseres cerca de la frontera francesa de Hendaya
Los diputados conservadores en las Cortes señalaron que la nacionalización de sus bienes era sinónimo de socialización —todo un aviso para los propietarios— y resultaba ofensivo para la Santa Sede. Además, los afectados no podían apelar siquiera a un Tribunal de Garantías Constitucionales, por ser inexistente, pese a ser esta la única salvaguarda para evitar medidas excepcionales como la presente. La expulsión era, en consecuencia, una persecución, como denunció la prensa católica.
Una semana más tarde se aprobó la ley de secularización de cementerios, una medida inicialmente neutra que se convirtió en una ofensa gratuita a la sensibilidad católica por la iniciativa de Jerónimo Gomáriz —diputado masón y radical-socialista—, quien incluyó una cláusula que impedía el entierro religioso de aquella persona que no hubiera manifestado explícitamente —y ante notario— su voluntad de ser inhumado conforme al ritual católico.
Esta disposición secularizadora fue una reacción extrema e injusta en un país de tradición católica, donde muchos fallecían sin testar y pocos deseaban un entierro civil. Los católicos reaccionaron contra ella, animando a sus fieles a realizar tres copias de la declaración, y alertando contra la consecuente confusión de cadáveres en los cementerios.
El debate se mantuvo cuando algunos notarios se negaron a realizar ese tipo de declaraciones, lo que difundió el temor a no poder tener ni siquiera esa mínima concesión. En pocos meses, fue necesario que las diócesis divulgaran instrucciones concretas a sus fieles para realizar correctamente esas declaraciones.
La reacción de los obispos, como en otras medidas secularizadoras, fue dispar, manifestándose duramente críticos algunos, y otros más moderados. Pero en la cuestión de los cementerios —siendo algo de tanta trascendencia para la mentalidad católica de la época— destacó el hecho de que el cardenal Vidal y Barraquer, poco proclive a publicar pastorales y circulares, dedicara una íntegramente a la cuestión, con un pensamiento tradicional, si bien no con la intensidad ni con las frases tan duras como las escritas por otros, como Isidro Gomá, obispo de Tarazona.
El 3 de febrero se examinó en las Cortes el proyecto de ley que establecería el divorcio en España, el cual fue aprobado a finales de dicho mes. Cinco meses más tarde se aprobó una ley de matrimonio que establecía la forma civil como la única válida ante el Estado.
Desde algunos sectores católicos se consideró que la ley suponía, nuevamente, una ofensa gratuita para los católicos, al negar efectos civiles a toda unión cristiana. La polémica se agrió cuando, en las Cortes, un diputado solicitó que se aplicara la ley de Defensa de la República contra el obispo de Segovia, quien había publicado una pastoral contra el matrimonio civil.
Esta aplicación del laicismo republicano provocó la reorganización del universo católico español —acostumbrado al apoyo o respeto estatal— como nunca en su historia, tanto a nivel periodístico como político y social.