Visita de Carlos III a la basílica de San Pedro en Roma cuando era rey de Nápoles
El legado español en Nápoles: de la conquista del Gran Capitán al esplendor virreinal
Gonzalo fue el gran artífice de la integración del Reino de Nápoles en la Corona hispana hasta su pérdida al final de la guerra de Sucesión en 1713, aunque posteriormente, y durante siglo y medio, siguió teniendo una fuerte vinculación con España por lazos familiares
Tras conquistar la mayor parte de la península itálica, Roma inició, mucho antes que sus guerras en las Galias, la conquista de la península ibérica en el marco de la Segunda Guerra Púnica; guerra que, por cierto, estuvo muy cerca de inclinarse del lado cartaginés tras la aplastante victoria de Aníbal Barca en Cannas.
Sin embargo, cometió el enorme error de continuar una guerra de desgaste en vez de marchar contra la desprotegida ciudad de Roma y, finalmente, el «desgastado» fue su ejército. Quizá su jefe de caballería, Maharbal, estaba en lo cierto cuando dijo que «Aníbal sabía cómo ganar batallas, pero no sabía hacer uso de sus victorias».
En cualquier caso, y como una curiosa paradoja de la historia, fueron los reinos hispanos, herederos de Roma, los que iniciaron, en la Edad Media, el recorrido inverso, llegando a conquistar hasta media península itálica.
He escrito en alguna ocasión sobre el legado español en sus antiguas posesiones italianas, pero me gustaría centrarme, en esta ocasión, en el que fue su reino itálico más trascendental: Nápoles. Aunque las primeras conquistas las realizó Pedro III el Grande de Aragón en las islas, tras las denominadas «vísperas sicilianas» en 1282 (que supusieron el fin de la dinastía angevina y la llegada de la Corona de Aragón a Sicilia), Pedro, casado con la heredera legal al trono, Constanza II, conquistó también el castillo de Malta, la isla de Gozo y la de Lipari. Sin embargo, el reino, que comprendía también Nápoles, se dividió, ya que en la península siguieron gobernando los angevinos hasta que Alfonso V de Aragón conquistó la «Sicilia Citerior» en 1442.
Pedro III de Aragón en Trapani (Sicilia), en 1282, durante las vísperas sicilianas
En este periodo alfonsino, Nápoles fue una de las ciudades de la península en donde el incipiente Renacimiento florentino tuvo mayor difusión. Sin embargo, a su muerte, y en base a sus disposiciones testamentarias, el reino volvió a dividirse. La «Sicilia Citerior» fue para su hijo Ferrante (Fernando I de Nápoles) y la Corona de Aragón y las islas para su hijo Juan II.
Así, en 1495 se produjo la invasión francesa de Nápoles por parte de Carlos VIII de Francia, lo que marcó el comienzo de las denominadas guerras italianas, con dos actores principales: la Francia de Carlos VIII, y posteriormente la de Luis XII y Francisco I, y la Corona hispana representada por los Reyes Católicos y posteriormente por Carlos V.
El gran protagonista de esta época fue un aristócrata nacido en Montilla, veterano de la guerra de Granada y uno de los más brillantes militares que ha dado la historia de España: Gonzalo Fernández de Córdoba, más conocido como el «Gran Capitán».
Toma del castillo de San Jorge por el Gran Capitán durante el asedio de Cefalonia
Sus principales batallas, como el asedio de Cefalonia frente a los otomanos o las victorias de Ceriñola y Garellano frente a los franceses, fueron estudiadas en academias militares por la logística, la estrategia y las innovaciones introducidas en su ejército. Gonzalo fue el gran artífice de la integración del Reino de Nápoles en la Corona hispana hasta su pérdida al final de la guerra de Sucesión en 1713, aunque posteriormente, y durante siglo y medio, siguió teniendo una fuerte vinculación con España por lazos familiares. No hay que olvidar que Carlos III, antes de ser rey en la corte de Madrid, fue rey de Nápoles, reconquistado a los austriacos con apoyo español.
El Gran Capitán fue también el primer virrey de Nápoles en 1502, al que siguieron otros 54 hasta 1702, siendo el último Luis Francisco de la Cerda, duque de Medinaceli. Con Carlos V, Francia volvió a fracasar no solo en el norte, tras las derrotas de Bicoca y Pavía (lo que supuso la incorporación del Milanesado a la Corona hispana), sino también tras un nuevo asedio a Nápoles. Por otra parte, Venecia perdió definitivamente sus posesiones en la Apulia a favor de España.
Por su parte, Felipe II, en 1556, creó el Consejo de Italia, integrando a Nápoles y Sicilia, y posteriormente al Milanesado. En 1557, siendo virrey Fadrique Álvarez de Toledo, se incorporaron al Reino los presidios de Toscana.
Sobre esta época, Aurelio Musi dijo que «el Estado hispano-napolitano creó un modelo de integración entre administración, economía y sociedad que va a pervivir tras el fin de la dominación ibérica». Este historiador italiano, uno de los grandes especialistas en el Nápoles español, también sostuvo que el mezzogiorno fue un territorio fundamental en las políticas europeas y mediterráneas de los Austrias durante el siglo XVI, aunque, a medida que avanzó la guerra de Flandes, el foco se fue desplazando hacia el norte europeo.
Por su parte, los historiadores Carlos Ruiz Lapresta y Jesús Lorente Liarte, en un interesante trabajo académico sobre la vida diaria en la corte virreinal de Nápoles, recordaron el grado de refinamiento y de sofisticación en el ceremonial. Hay que tener en cuenta que en el cargo de virrey de Nápoles se fueron turnando lo más granado de la nobleza española. Así, a principios del siglo XVII, el virrey contaba con ciento cincuenta personas exclusivamente para su servicio, lo que superaba a muchas cortes europeas del momento.
Los cronistas de la época también reflejaron la magnificencia de las fiestas y bailes de palacio, los eventos que se organizaban en la ciudad, las conmemoraciones, las orquestas, las danzas y pavanas que invadían plazas y aforos. Si del México virreinal se podría decir que superaba a Madrid en cosmopolitismo e importancia, también se podría decir del Nápoles virreinal que lo superaba en pompa y riqueza. Este portentoso ceremonial, sin embargo, buscaba escenificar el nexo de la monarquía hispana con el Reino napolitano.
Vista aérea de Spaccanapoli, una de las calles más emblemáticas del centro histórico de Nápoles
Aunque con el proceso de unificación de Italia en el siglo XIX se perdió la influencia directa de España con sus antiguas posesiones itálicas, en el Nápoles actual aún pervive la huella española en algunas de sus edificaciones más emblemáticas, como el Castel Nuovo, reformado por Alfonso V, quien construyó el arco triunfal de su puerta principal; la fuente de Neptuno, en época del virrey Enrique de Guzmán; el gran auge universitario, que data de la época de Pimentel de Herrera; o el palacio real, construido a instancias del virrey Ruiz de Castro, quien también inspiró la creación de la Academia de los Ociosos, principal círculo literario de su tiempo.
Mención especial merece el «barrio español», denominado así porque era donde se albergaban las tropas: al principio, en casas particulares, y a partir de 1608, durante el virreinato del conde de Benavente, en acuartelamientos permanentes.
Todo ello sin contar con los intercambios culturales y con los importantes políticos, militares, arquitectos, científicos, intelectuales y artistas nacidos en este territorio y que se dejaron la piel por un imperio en el que se sentían perfectamente integrados.