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Sherlock Holmes

Sherlock Holmes

Picotazos de historia

El día que Conan Doyle mató a Sherlock Holmes (y tuvo que resucitarlo)

El éxito del personaje generó una constante demanda de nuevas aventuras, y Doyle cada vez odiaba más al personaje que lo esclavizaba y del que dependía

Ningún personaje de ficción ha tenido más éxito y repercusión —su imagen ha sido más repetida y su personaje más interpretado en obras de teatro, películas, series de televisión y dibujos animados que ningún otro— que el maniático y brillante detective ideado por la inquieta mente del doctor Arthur Conan Doyle.

Sherlock Holmes es un personaje lleno de contradicciones: analítico, brillante, drogadicto, víctima del spleen (aburrimiento) existencial tan típicamente victoriano, y el abanico de actores y versiones que se han hecho del personaje permite elegir con comodidad, entre un amplio surtido de intérpretes (Basil Rathbone, Peter Cushing, Robert Downey Jr., etc.), aquel que mejor se adapte a nuestra particular visión.

Todas las biografías y estudios, tanto sobre el autor como sobre el personaje, coinciden en que 1877 fue un año clave en su génesis. Ese año, Doyle cursaba el segundo de medicina en la Universidad de Edimburgo, cuando conoció al doctor Joseph Bell.

Este profesor, precursor de la medicina forense, poseía una mente aguda y observadora que le permitía hacer deducciones que asombraban a sus alumnos, muy en la línea de las que haría el futuro detective. Cuando la obra de Conan Doyle se hizo famosa y Sherlock Holmes alcanzó una gran popularidad, Doyle reconoció que ese profesor le sirvió de inspiración. Bell se sintió muy halagado y no tuvo reparo en prologar una de las sesenta historias de Sherlock Holmes.

La primera vez que apareció el personaje fue en la novela Estudio en escarlata, publicada en 1887. El personaje cayó en gracia y aparecería en varios relatos más, acompañado de su inseparable compañero, el doctor Watson, trasunto o proyección del propio Conan Doyle.

En 1891 publicó Un escándalo en Bohemia, dando comienzo a la larga y provechosa (para ambos) relación comercial entre Conan Doyle y The Strand Magazine.

La figura del detective alcanzó proporciones semejantes a las de las actuales estrellas de la canción, surgiendo con él el fenómeno de los fans o la fanmanía. Las oficinas centrales de The Strand se veían inundadas de correspondencia dirigida al famoso detective. Las misivas le declaraban su amor, le daban apoyo, consejo, solicitaban ayuda para descubrir alguna oscura trama, etc., exactamente igual que los comentarios en redes sociales sobre un vídeo de algún influencer de éxito.

A medida que crecía —y se afianzaba— la personalidad de Sherlock Holmes, más en conflicto se encontraba el autor con él. Conan Doyle tenía duros recuerdos de su infancia. Su padre fue un alcohólico que destrozó las finanzas familiares, llevando a la familia a la miseria, y su madre luchó denodadamente para evitar lo que ella consideraba la peor de las desgracias: el declasamiento, es decir, bajar de clase social.

Doyle con su familia en Nueva York, 1922

Doyle con su familia en Nueva York, 1922

Los Doyle eran una clase media alta asentada desde hacía varias generaciones, cuyos miembros ocupaban distinguidos puestos y cargos dentro de la sociedad. El grave alcoholismo y el complejo frente a sus más brillantes hermanos destrozaron al padre de Arthur, llevando a la familia a la pobreza.

El futuro autor pudo estudiar gracias a la generosidad de los hermanos de su padre. Debido a estas circunstancias, Arthur heredó una cierta inseguridad social que se reflejó en la creciente desazón que sentía al ver crecer en importancia a su creación. Y es que Doyle consideraba que el hecho de escribir novelas de detectives y cuentos le rebajaba socialmente, que era indigno de un doctor en medicina. Pero cada vez dependía más de los ingresos de The Strand, especialmente cuando dejó de ejercer para dedicarse plenamente a escribir. El éxito de Sherlock Holmes generó una constante demanda de nuevas aventuras, y Doyle cada vez odiaba más al personaje que lo esclavizaba y del que dependía.

Y un buen día no pudo más y decidió matarlo. Y eso que su madre y su esposa fueron muy claras en que eso sería un error.

Sherlock Holmes y Moriarty peleando en las cataratas de Reichenbach

Sherlock Holmes y Moriarty peleando en las cataratas de Reichenbach

La muerte de Sherlock Holmes, luchando contra su archienemigo el profesor James Moriarty en las cataratas de Reichenbach (Suiza), fue publicada en The Strand en 1893, dentro de una historia titulada El problema final.

Lo mismo que sorprendió el fenómeno de los seguidores, fanmaníacos o como se los quiera llamar, en torno a la figura de Sherlock Holmes, igualmente pilló completamente desprevenidos —al autor y a la dirección de The Strand— la reacción de los lectores ante su muerte.

De un día para otro, 20.000 lectores de la revista cancelaron sus suscripciones. Las oficinas centrales volvieron a colapsarse con sacas de correos, pero esta vez las cartas, dirigidas al autor y a los directores, eran de protesta, ruegos para resucitar al detective y amenazas de todo tipo.

Arthur aguantó la presión, pero poco a poco fue perdiendo fuelle ante la continua demanda. Escribió unas novelas muy entretenidas basadas en las memorias del barón de Marbot —un oficial francés que dejó unas fascinantes memorias sobre sus campañas en el ejército napoleónico—. Las aventuras del brigadier Gerard forman un cuerpo de novelas divertidas y bien escritas, pero que no hicieron olvidar a los seguidores del detective de Baker Street cuál era su verdadero objetivo.

En 1901, y para aliviar un poco la presión a la que se encontraba sometido, publicó su novela El perro de los Baskerville, ambientada antes de la muerte de Sherlock en las cataratas suizas.

Por fin, en 1903, Conan Doyle reconoció su derrota. El autor se plegó a los deseos de los seguidores de su personaje y publicó La aventura de la casa vacía, donde reaparece el detective, aunque la explicación fuese bastante floja. Daba igual. Era lo que anhelaban sus lectores, y el regreso del detective fue un acontecimiento que disparó las ventas de The Strand. Para Arthur Conan Doyle, fue una amarga derrota verse vencido por su propia creación.

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