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Nave central de la Iglesia de la Compañía de Jesús de QuitoWikimedia Commons

Retablos, vírgenes mestizas y catedrales: la respuesta al oro que 'robaron' los españoles de América

Es un legado que pervive y nos recuerda que la Corona hispana, a diferencia de otros reinos y potencias europeas, construyó, más allá del marco ibérico, obras tan espectaculares como las propias peninsulares

Me imagino a Baltasar en su estudio, mezclando en la paleta un blanco aguado con un negro generoso para las rocas de gris oscuro del segundo plano. Me imagino los bocetos de San Pablo y San Antonio, ermitaños, y al pintor novohispano, de origen vasco, recorriendo con su mirada azul el lienzo. Uno de los muchísimos representativos del Barroco de la América hispana. El gran olvidado de la historia del arte español.

La obra de Baltasar Echave Ibia no es extensa, pero es sorprendente, con un tenebrismo que recuerda a Caravaggio y a Zurbarán, con un juego maestro de claroscuros y una búsqueda de la ascética y la mística que serán seña de identidad de ese Barroco adolescente que Echave, hijo de pintor y padre de pintor, sabrá plasmar con mucho oficio.

Baltasar de Echave

El Barroco que amanece en la América española es un Barroco de la Europa española del sur. De Nápoles y Sicilia, del Milanesado y de la península ibérica, con mucho menos influencia de esa otra Europa española más nórdica, borgoñona y flamenca. Sin embargo, su evolución va a ser especial: en cada virreinato, en cada gobernación o capitanía, en cada municipio, incluso, va a adoptar matices propios.

El mismo mestizaje que se está generando en la población hispana se traslada al arte. Así, los rostros de santos y vírgenes tendrán un color más cobrizo y rasgos mestizos. En esculturas y retablos, junto a la imaginería cristiana clásica, se adaptarán motivos de la fauna y flora local o incluso ornamentos prehispánicos.

La Virgen de Guadalupe es patrona de México

Otra de las diferencias es que, mientras en Europa el Barroco desborda el ámbito religioso para abarcar obras civiles, palacios y pinacotecas privadas, el Barroco americano se circunscribe, casi por completo, a la esfera religiosa. Georgina Pino señala otra notable diferencia: mientras el Barroco europeo es tanto interior como exterior —de ahí las notables fachadas en edificios de la vieja Europa de este periodo de los siglos XVII y XVIII—, el americano será fundamentalmente interior e intimista. No por ello deja de ser ostentoso o monumental, pero es más de puertas adentro.

¿Por qué se dan estas peculiaridades? Lo explica Francisca Riveros: «Las órdenes religiosas evangelizaron a los aborígenes que de a poco fueron mostrando un apasionado fervor que no se vio nunca en la población creyente europea». Quizás sea una afirmación un poco exagerada, pero hay que tener en cuenta que, desde la llegada de los denominados 12 apóstoles (los 12 franciscanos que llegan a Nueva España en 1524), se inicia un proceso de evangelización imparable.

El misionero europeo aprenderá las lenguas nativas, se adaptará a las condiciones de vida de los indios, será su gran defensor frente a las injusticias de los poderosos y, a diferencia del politeísmo extremadamente violento y cruel precedente, les mostrará una religión amable, donde los sacrificados no son los fieles, sino la propia divinidad; donde el amor y la vida sustituyen a la barbarie y a la muerte; y donde el «canibalismo» pasa a ser meramente simbólico. La sangre del Dios sacrificado en una cruz se convierte en vino y la carne, en pan ázimo.

En diciembre de 1531, cuando, de manera inexplicable, la imagen de la madre de ese Dios crucificado se aparece en la humilde tilma del indio Juan Diego, el proceso evangelizador se hace imparable, traspasando incluso las fronteras novohispanas. La madre de Dios se presenta mestiza. Es una Virgen embarazada que le habla en náhuatl a Juantzin y le dice ser la Virgen de Coatlaxopeuh, literalmente «la que aplasta la serpiente». El nombre se pronuncia «Cuatlasupe»; los españoles entienden Guadalupe, pero los indios saben que en el cerro de las apariciones había un altar en honor a la sangrienta Coatlicue, «la que tiene falda de serpiente», madre del no menos terrible Huitzilopochtli.

La Virgen mestiza simboliza, para ellos, la derrota definitiva de los dioses aztecas frente al cristianismo, frente a los hijos de Quetzalcóatl, el exiliado dios de rostro pálido que prometió regresar por las aguas del oriente. Al tiempo, esos portadores del nuevo evangelio arriesgan su pescuezo para predicar en el ignoto norte a las belicosas tribus nómadas o en el sur a tribus perdidas en peligrosas selvas húmedas. En consecuencia, el Barroco americano es imposible comprenderlo sin esos dos hechos trascendentales: el mestizaje (entendido en un sentido amplio, con aportaciones europeas, indias y africanas) y ese proceso evangelizador tan intenso y profundo.

No tiene sentido hacer aquí una lista de las innumerables obras señeras del arte Barroco en el Nuevo Mundo, pero no puedo dejar de mencionar las más notables, como la catedral de Puebla, iniciada por el arquitecto extremeño Francisco Becerra; la iglesia de Santo Domingo de Guzmán de Oaxaca, iniciada por Fray Francisco Marín, típico ejemplo de lo que comentaba anteriormente: una fachada de Barroco sobrio con un interior recubierto en pan de oro, «¡Ahí está el oro que nos robaron los españoles!», que ironizaría Zunzunegui; y con un retablo mayor espectacular en el que destaca la Virgen del Rosario.

¿Y qué decir del Barroco andino? La catedral de Cuzco, construida sobre el palacio del inca Viracocha por los arquitectos Veramendi, Correa y el propio Francisco Becerra, dedicada a la Virgen de la Asunción y con un magnífico altar mayor de plata labrada. Esta catedral alberga más de 300 pinturas de la escuela cuzqueña, escuela compuesta por españoles e indios, en donde, de nuevo, sobresale esa mezcla artística europea y local volcada en una imaginería católica en la que sorprenden los ángeles alados con vestimentas locales o las vírgenes de rasgos andinos.

Pasando de Perú a Bolivia, nos encontramos con la iglesia de San Lorenzo en Potosí, construida por la comunidad indígena de Carangas durante el auge minero. Esta sí tiene una magnífica fachada de filigrana con relieves andinos: ángeles de rasgos indios, hojas de coca, sirenas, flores y máscaras de plumas junto a un San Lorenzo mártir.

Interior del Templo de Santo Domingo de Guzmán en la ciudad de Oaxaca, México

En pintura, además de los Echave, están las obras de los novohispanos Villalpando, célebre por sus murales para la sacristía de la catedral de México y la cúpula de la catedral de Puebla, y Miguel Cabrera, que también realizó numerosos trabajos como los del templo de Francisco Xavier de Tepotzotlán (actual museo virreinal) o en la parroquia de Santa Prisca en Taxco. Fue, también, un excelente retratista. Algunas de sus afortunadas «víctimas» fueron Sor Juana Inés de la Cruz o María de la Luz Padilla y Cervantes. Hacia 1763 realizó su famosa serie de pintura de castas.

En el virreinato del Perú podemos citar a Melchor Pérez de Holguín, que lleva a cabo su obra en Potosí, con influencias de Zurbarán y del arte flamenco. Por último, nombrar a escultores como los novohispanos Cora el Viejo, Manuel Tolsá, Mateo de Zúñiga, y en el virreinato del Perú a Juan Tomás Tuyro Túpac, Martín Alonso de Mesa y Bernardo de Legarda, de la escuela quiteña.

Catedral de la ciudad de Cuzco

Incluso en la parte de Estados Unidos que fue territorio de Nueva España se admiran y conservan con un increíble celo las iglesias y misiones virreinales. Alguna, como la misión San Xavier del Bac, en Tucson (Arizona), conocida como la paloma blanca del desierto y fundada en 1700 por jesuitas, es el máximo exponente del Barroco español en Estados Unidos y tanto la fachada como el interior, pese a su decoración sobrecargada, resultan de una belleza impactante. Y una curiosidad: es de los poquísimos templos del Barroco español americano que carece de influencias mestizas y sigue patrones europeos, sin motivos locales y con todo el santoral con rasgos muy caucásicos.

En definitiva, todos estos españoles americanos crearon un Barroco propio y admirable, en cierta medida bastante desconocido por el español medio y, en contraposición, extremadamente querido y apreciado por los americanos actuales. Un legado que pervive y nos recuerda que la Corona hispana, a diferencia de otros reinos y potencias europeas, construyó, más allá del marco ibérico, obras tan espectaculares como las propias peninsulares.