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El beso de Judas. Obra de Luca Giordano

De Judas a Antonio Pérez: las cinco grandes traiciones de la historia

La traición, vista bajo el prisma de la historia y de la fe, no es un crimen pasional ni un error de cálculo; es la ruptura deliberada y calculadora del vínculo más sagrado que sostiene a la civilización: la lealtad

Dante Alighieri, que poseía una arquitectura moral tan precisa como implacable, tuvo a bien situar a los traidores en el punto más profundo del Infierno. No los rodeó de fuego, como a los lujuriosos o a los herejes, sino de hielo. En el noveno círculo, en el lago Cocito, los desleales permanecen congelados, inmovilizados en la frialdad de su propio corazón.

La historia de la humanidad podría escribirse siguiendo el rastro de la sangre vertida por la espalda. Desde la Antigüedad hasta la formación de las naciones modernas, el destino de imperios y coronas ha girado, demasiadas veces, sobre el gozne oxidado de una puerta abierta desde dentro. Repasar la biografía de los grandes traidores es asomarse al abismo de la condición humana, allí donde la ambición, el resentimiento o la simple codicia pesan más que el honor.

El beso que quemó la historia: Judas Iscariote

En el principio de la infamia, como arquetipo insuperable, se encuentra Judas. Su figura trasciende la crónica histórica para adentrarse en el misterio teológico. No estamos ante un enemigo externo, sino ante uno de los Doce, alguien que compartió el pan y la sal, que escuchó las Bienaventuranzas de labios del mismo Dios. Lo que hace estremecedora la traición de Iscariote no son solo las treinta monedas de plata —el precio de un esclavo, una cantidad miserable para vender al Creador—, sino la intimidad del gesto. Elegir un beso, el símbolo universal del amor y la fraternidad, como señal para la captura, demuestra una perversión espiritual absoluta.

A lo largo de los siglos, gnósticos y modernos han intentado rehabilitar su figura, buscando explicaciones políticas a su acto (quizás quería forzar al Mesías a iniciar una revuelta contra Roma). Pero la tradición cristiana, con buen juicio, ha rechazado esas componendas. Judas es el recordatorio de que la cercanía con la Luz no garantiza la santidad; el libre albedrío permite al hombre elegir la oscuridad incluso teniendo la Verdad delante. Su final, ahorcado y desesperado, marca la diferencia fundamental con san Pedro: el traidor se encierra en su culpa; el pecador arrepentido se abre a la misericordia.

La senda de las cabras: Efialtes de Tesalia

Si Judas vendió a su Dios, Efialtes vendió a su civilización. En el año 480 a. C., en el desfiladero de las Termópilas, no solo luchaban espartanos contra persas; luchaba el concepto de hombre libre contra la sumisión al tirano oriental. Leónidas y sus trescientos hoplitas resistían lo imposible, defendiendo la puerta de Europa.

Leónidas en las Termópilas, por Jacques-Louis David, 1814Dominio Público

Efialtes, un pastor local deforme en cuerpo y alma, no soportó la grandeza ajena. Esperando una recompensa del rey Jerjes que jamás disfrutaría, reveló al enemigo el sendero de Anopea, un camino de cabras que permitía rodear la posición griega. La historia es severa con él: su nombre, en griego, pasó a significar «pesadilla». Su traición nos enseña que las grandes fortalezas nunca caen solo por el asedio exterior; necesitan de la mezquindad interior de quien prefiere las migajas del invasor a la dignidad del compatriota. Efialtes murió asesinado, sin honores y sin riqueza, borrado de cualquier registro de honor, recordándonos que Roma —y en este caso Persia— no paga traidores.

«¡Tú también, hijo mío!»: Marco Junio Bruto

Hay traiciones que duelen más porque vienen envueltas en la seda de los altos ideales. El asesinato de Julio César en los Idus de marzo del 44 a. C. es el paradigma del parricidio político. Bruto no era un enemigo; era el hijo predilecto, el protegido de César, un hombre estoico que se dejó envenenar el oído por las conspiraciones de Casio y por su propia vanidad intelectual. Bruto se convenció de que amaba a Roma más que a César, creyendo que el asesinato podía ser una virtud republicana. ¡Qué terrible error! Al hundir la daga en el cuerpo de su mentor, no salvó la República, sino que precipitó su destrucción definitiva y desató una guerra civil atroz.

'La muerte de César' (1804) de Vincenzo Camuzzini

Dante coloca a Bruto en las fauces del mismo Satanás, masticado eternamente junto a Judas. La historia conservadora siempre ha visto en este acto la peligrosa soberbia de los «iluminados» que creen que pueden violar la ley natural y el orden jerárquico en nombre de una idea abstracta de libertad. La ingratitud de Bruto resuena como una advertencia eterna: el fin nunca justifica los medios, y menos cuando el medio es la sangre de quien te ha perdonado y elevado.

La puerta de la cristiandad: el conde don Julián

Acercándonos a nuestra propia historia, la de España, topamos con una herida que tardó ocho siglos en cicatrizar. La leyenda y la crónica se entrelazan en la figura del conde don Julián, gobernador de Ceuta. La tradición cuenta que, cegado por el deseo de venganza personal contra el rey don Rodrigo —quien habría deshonrado a su hija, la Cava—, Julián facilitó el paso del Estrecho a las tropas musulmanas de Tariq y Muza en el año 711.

Sea cual fuere el peso exacto de la leyenda, la realidad histórica confirma la colaboración de facciones visigodas con el invasor islámico. Julián representa la traición por resentimiento, el hombre capaz de ver arder su patria y derrumbarse su fe con tal de satisfacer un agravio privado. Aquella felonía provocó el colapso del reino visigodo de Toledo y sumió a la Península en una larga noche de dominio musulmán. Es el ejemplo perfecto de cómo las divisiones internas y los egoísmos de las élites son el verdadero talón de Aquiles de las naciones. España se perdió por una traición y se tuvo que reconquistar con siglos de heroísmo.

El burócrata de la Leyenda Negra: Antonio Pérez

Ya en la Edad Moderna, bajo el sol que no se ponía del Imperio español, surge una figura de una modernidad inquietante: Antonio Pérez. Secretario de Estado de Felipe II, hombre culto, refinado y maquiavélico, Pérez no traicionó por dinero ni por una causa, sino por pura intriga palaciega y supervivencia. Tras orquestar asesinatos políticos y jugar a dos barajas con los secretos de Estado, huyó de la justicia del Rey Prudente para refugiarse en las cortes enemigas de Francia e Inglaterra.

Allí, Pérez hizo algo peor que vender secretos militares: vendió el alma de su país. Fue el arquitecto intelectual de la Leyenda Negra, redactando libelos y ponzoñas que pintaban a Felipe II como un monstruo y a España como una nación de fanáticos bárbaros. Gran parte de los prejuicios que los católicos españoles han tenido que soportar en Europa durante siglos nacieron de la pluma resentida de este secretario desleal. Es el traidor de despacho, el que usa la pluma como estilete para asesinar la reputación de su patria desde el exilio dorado.

Antonio Pérez, libertado de la cárcel de los Manifestados por el pueblo de ZaragozaMuseo del Prado

El precio de la lealtad

Al recorrer estas vidas marcadas por el oprobio, surge una verdad luminosa por contraste. Si la traición nos repugna tanto, incluso siglos después, es porque el alma humana está diseñada para la lealtad. Admiramos la fidelidad del perro hacia su amo, del soldado hacia su bandera y del mártir hacia Dios porque intuimos que en esa constancia reside la nobleza.

Los traidores, desde Judas hasta los espías de la Guerra Fría, suelen compartir un final amargo. Rara vez disfrutan de las monedas de plata. Viven corroídos por el miedo, despreciados incluso por aquellos que se beneficiaron de su crimen. Porque nadie, ni siquiera el enemigo, confía en quien ya ha vendido una vez su honor.

En estos tiempos líquidos, donde la palabra dada parece tener fecha de caducidad y los compromisos se rompen por conveniencia, recordar el destino de estos personajes resulta higiénico. La historia muestra que los imperios pueden caer y las fronteras moverse, pero el estigma del traidor permanece indeleble, congelado en el tiempo, advirtiendo que existen líneas que, si se cruzan, no tienen camino de vuelta.