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02 de mayo de 2024

Isabel II y el duque de Edimburgo, en su primera aparición pública en 1947

Isabel II y el duque de Edimburgo, en su primera aparición pública en 1947GTRES

Reino Unido

Isabel II, el secreto transparente de una magnífica reina

Sus críticos ironistas le reprochan que su éxito radica en «no hacer nada», pero ha rubricado un reinado de gran éxito en un tiempo en que los monarcas juegan un rol cada vez menor

La extraordinaria carrera contra el tiempo de Isabel II ha llegado a su fin. La Reina de todos los récords (70 años en el trono), la mujer más fotografiada de la historia, la heroína con su propia y aclamada serie de televisión, ha muerto a los 96 años en el Castillo de Balmoral, propiedad particular suya.
Se va un año y cuatro meses después de perder a su marido, el Duque Felipe de Edimburgo, «mi roca», como ella alguna vez lo definió. La Reina se despide como siempre deseó: cumpliendo con su deber hasta el último aliento y con un alto nivel de aprobación para la Corona.
A golpe de ejemplaridad, logró preservar una monarquía que una y otra vez se vio zarandeada por los escándalos particulares de sus vástagos y sus parejas (el último de ellos, la acusación contra el Príncipe Andrés, su hijo favorito, de haber mantenido en su día relaciones con una menor estadounidense).
La reina Isabel ha cumplido también su propósito de servir a su país hasta el mismísimo instante final. Nunca quiso abdicar y solo dos días antes de su muerte había recibido en audiencia en Balmoral a la nueva primera ministra Liz Truss y al saliente, Boris Johnson.
Isabel II llegó a su novena década de vida con una salud excelente. Solo en octubre del año pasado se tuvo noticia de sus primeros achaques serios, cuando hubo de cancelar un viaje a Irlanda del Norte. Desde entonces limitó mucho su agenda y comenzó a caminar con ayuda de bastón. Este jueves 8 de septiembre todavía tenía previsto reunirse con el Privy Council, acto que fue cancelado ante su empeoramiento.
La muerte la ha sorprendido en Balmoral, su castillo escocés, ubicado en un latifundio de 20.000 hectáreas y que fue comprado en 1852 para la familia por el príncipe Alberto, el marido de la Reina Victoria. Ese hecho desprende también un gran simbolismo, en un momento en que Escocia sufre de nuevo tensiones separatistas, con el Gobierno del SNP reclamando a Londres un segundo referéndum. La Reina representaba un baluarte para la unidad del Reino. De hecho, ante la consulta separatista de 2014 se permitió lanzar un guiño a favor del voto pro unionista, algo excepcional, pues siempre se esmeró por observar a rajatabla el deber de neutralidad que impone al monarca la constitución no escrita británica.

La Reina de la reinvención del Reino Unido

Un muro de prudencia para no meter la pata. Cierta lejanía para conservar una atractiva aureola de misterio. Sentido del deber absoluto y un gran saber estar, cimentado en miles de horas de vuelo público. Ese fue el cóctel del éxito de Isabel II, que logró convertirse en una Reina de leyenda en una época en la que los monarcas se han quedado con un rol simbólico y moderador.
Reina de rebote, cuando vino al mundo no estaba llamada al trono. Pero el tiempo ha demostrado que había nacido para él. Isabel II es la Reina a la que le tocó asistir el final del sueño de la Inglaterra imperial. Cuando llevaba solo dos años en el trono, llegó el fiasco en Suez, un bochorno bélico para los británicos.
En realidad, la magnífica victoria en la II Guerra Mundial tuvo algo de canto del cisne para el Reino Unido, que en su declinar hubo de buscar una nueva fórmula para pintar algo en el mundo: la del poder blando. Su reinado fue así el del auge de la City de Londres y el de las proezas de los Beatles y Harry Potter. Isabel II ayudó a algo muy importante: que el Reino Unido parezca mucho más importante de lo que en realidad es.

Prudencia, protocolo y sentido del deber

Recepción con la anciana Isabel II en un jardín palaciego. Un invitado escucha abochornado como su móvil comienza a sonar delante de la Reina. «Debería usted responder. Debe ser alguien muy importante», le comenta la soberana con perfecto y zumbón humor inglés (la Reina era también una dotada imitadora).
Nadie tenía tantas tablas como esta maestra del arte de no equivocarse. Año 2009, el piloto Hamilton es nombrado Miembro del Imperio Británico y acude a la comida de gala en Buckingham. Se sienta a la izquierda de la Reina y comienza a monopolizarla con su verborrea. «No, no –lo frena ella con una sonrisa-, ahora usted hablará con quien tiene a su izquierda y en el siguiente plato, yo hablaré con usted». Protocolo y distancia, incluso con los héroes ingleses del volante (refugiados fiscalmente en Mónaco).
La mujer de leyenda que ahora dice adiós habia nacido el 21 de abril de 1926, solo dos años después del estreno de la primera película del cine sonoro. En el trono desde 1952, los vió desfilar a todos: de Churchill, su primer PM, a Trump y Biden, de Nikita Kruschev a JFK, de Thatcher a Boris y Liz Truss. Todo ha sido puro récord en la andadura de una estadista a la que se atribuye una fortuna personal de más de 500 millones de euros (amén de los bienes de la Corona, de los que es titular formal vitalicia, como los 5.300 cisnes del país, o los dos maravillosos Rubens colgados en Buckingham, en obras de rehabilitación tras lustros de descuido, que dejaron un cableado antediluviano y hasta alguna gotera).

Isabel II ha sido un secreto transparente

Elizabeth Alexandra Mary, conocida como Lilibeth en el seno de su hogar, pues así se llamaba a sí misma de niña, es tal vez la mujer más popular de la historia. De ella se sabe todo. Pero quizá en realidad no se sabe casi nada. Isabel II ha sido un secreto transparente.

En toda su vida no cambió de peinado, de bolso ni apenas de hábitos

Fue una joven guapa, de ojos azules y 1.63 de estatura, que se convirtió en una anciana de asombrosa salud de hierro, que en toda su vida no cambió de peinado, de bolso ni apenas de hábitos. Le gustaba conducir, se desempeñaba con internet y adoraba a las palomas, perros y caballos, especialmente cuando los de su cuadra ganaban un buen torneo ecuestre.
Desayunaba muy temprano leyendo un periódico hípico, y siguió montando en poni por los jardines de Windsor, su predilecto entre sus palacios, hasta fecha tan tardía como junio del año pasado.
«Es más de ponis que de filósofos», rezongaba el excelente periodista Andrew Marr, uno de sus biógrafos. Vestía con colores chillones, «porque para ser creída tengo que ser vista».
Era una cristiana de fe profunda, a la antigua, que en cada Navidad y en cada oficio religioso dejaba claras con orgullo sus creencias y la importancia de las mismas como pilar de la nación (con poco éxito, pues paradójicamente el británico es uno de los pueblos más descreídos del planeta, con solo un 27% de la población que declara creer en Dios).

Su discurso de abril sobre la crisis sanitaria lo vieron 24 millones de británicos y el de Navidad fue el más seguido en 18 años

En 2020, el año de la sacudida de la pandemia, la Reina logró cuotas de audiencia televisiva que últimamente se le escapaban. Su discurso de abril sobre la crisis sanitaria lo vieron 24 millones de británicos y el de Navidad fue el más seguido en 18 años.
Su popularidad se situó por las nubes en el primer año de la peste, con un covid-19 que vapuleó a un Reino Unido que inicialmente infravaloró la amenaza por sueños nacionalistas de excepcionalidad.

Rutinas tenaces en un mundo postergado

Durante su inagotable reinado se ha dedicado a recorrer con una rutina tenaz las ciudades olvidadas de todo el Reino Unido (encabezaba cinco recepciones por semana y ya nonagenaria, antes del paréntesis de la covid seguía atendiendo más de 300 compromisos anuales). Se pateaba cada semana la otra Gran Bretaña, la alejada del brillo plutocrático de Londres. Un mundo de más lluvia que glamour, donde inaugura oficinas de correos, bibliotecas, acudía a funciones benéficas, visitaba hospitales y parques de bomberos, o descorría placas de monumentos menores.
La Reina estaba siempre ahí, década tras década, con su paraguas transparente de la casa Fulton, pensado para que su pueblo la viese bien («¿Quién se fija en una reina de beige?»). Solo vestía moda británica, casi siempre de tonos llamativos para no pasar desapercibida. Jamás concedió una entrevista. Pero estuvo en todas partes. La Reina Victoria, la emperatriz que dominó el mundo, nunca salió de Europa. Su tataranieta ha completado 265 viajes oficiales.

Cuando fue coronada en Westminster, el 2 de junio de 1953, todavía se mantenía la cartilla de racionamiento para la caña de azúcar y solo el 15% de los hogares poseían nevera

Elizabeth nació en una era donde simplemente «uno cumple con su deber». Una Inglaterra que cuando fue coronada en Westminster, el 2 de junio de 1953, todavía mantenía la cartilla de racionamiento para la caña de azúcar y donde solo el 15% de los hogares poseían nevera. En el año de su ascenso al trono, la llamada «Gran Niebla de Londres» opacó la capital durante cinco días debido a la sucia combustión de las calefacciones de carbón. El país estaba exhausto por el esfuerzo bélico.

Neutralidad política

Su otra divisa era la neutralidad estricta. Por eso la incomodó tanto la indiscreción de Cameron tras el referéndum escocés de 2014, cuando el premier aireó que ella había «ronroneado de placer» al comunicarle que había ganado el «sí» a la Unión.
A diferencia de lo sucedido en la consulta escocesa, cuando a la salida de una misa dejó caer una frase que se leyó como un claro apoyo a la Unión, su posición sobre el Brexit nunca trascendió explícitamente. Durante la campaña de la consulta europea de 2016, Buckingham Palace presentó una insólita queja formal contra el tabloide de Murdoch, «The Sun», por haberla presentado en portada como partidaria del Leave. Unos meses antes, había ofrecido un discurso apoyando el concepto de una Europa unida, pero de manera muy genérica. El bando brexitero ha dado por descontado que estaba con ellos, pero nunca quedó claro.

Se sabe que el primer ministro con el que más congenió fue el laborista Harold Wilson y que Margaret Thatcher se le atragantaba

Tampoco dejó ver su corazón político. Se sabe que el primer ministro con el que más congenió fue el laborista Harold Wilson y que Margaret Thatcher se le atragantaba. A la hora de conceder los grandes honores reales, como las órdenes de la Jarretera, el Cardo y los Compañeros de Honor, durante su reinado ha primado a los tories sobre los laboristas en una proporción de 5 a 1, pero también es cierto que los conservadores han gobernado más tiempo.

Cuando la familia se convierte en el problema

La popularidad de Isabel II ha ido subiendo sorpresivamente desde el Jubileo de 2012, cuando mostró una insólita vis cómica del ganchete del mismísimo James Bond (Daniel Craig) para el vídeo olímpico del cineasta Danny Boyle. Ha remontado muchos problemas: debates sobre su fiscalidad, divorcios en «La Familia»; parrandas de hijos y nietos, aventadas al minuto por la implacable prensa amarilla inglesa. También el portazo de Harry y Meghan; las pequeñas polémicas, pero de eco mundial, que generó la exitosa serie «The crown»; los escándalos sexuales del príncipe Andrés (cuyo arreglo, que consistió en comprar con dinero a la acusadora, se sospecha que ayudó a costear).

La polémica en la muerte de Diana

Pero sobre todo la Reina logró superar la sonada controversia que generó su frío en público tras la muerte de Diana de Gales. Cuando su hijo se casó con ella, Isabel II lo celebró en privado con un «es una de los nuestros». Pero la relación se tornó gélida. Se cuenta que cuando la informaron de que Lady Di había sufrido un accidente en París su primer comentario fue práctico y tremendamente desapegado: «¡Pero cómo no había repasado nadie los frenos del coche!».
Mientras el pueblo lloraba frente a Buckingham por su Princesa rubia de portada de revista, la adusta soberana no permitió que la bandera ondease en el palacio por estar ella ausente y permaneció en su castillo de Balmoral, donde ha muerto ahora. Blair la convenció para que retornase con urgencia a Londres y se dirigiese al país por televisión para mostrar su dolor «como Reina y como abuela».
Isabel II ha tenido que hacer de tripas corazón muchas veces. En nombre de la paz, ha chocado la mano de políticos norirlandeses de notorio pasado sangriento en las filas IRA. Hablamos del grupo terrorista que hizo pedazos con una bomba en 1979 a Lord Mountbatten -pariente y preceptor de su hijo Carlos- y a tantos y tantos de sus súbditos. La Reina definió 1992 como su «annus horribilis». Fue el año en que se separaron sus hijos Carlos y Andrés, se filtró en «The Sun» su discurso navideño y las llamas devoraron su querido castillo de Windsor, donde la resguardaron de niña durante los momentos más duros del Blitz de Hitler.

La Reina ha dado consejo, y sobre todo ha escuchado, a 16 primeros ministros, empezando por Churchill, que la hacía sufrir por su empecinamiento en seguir en el cargo cuando la biología ya no lo secundaba

La Reina ha dado consejo, y sobre todo ha escuchado, a quince primeros ministros, empezando por Churchill, que la hacía sufrir por su empecinamiento en seguir en el cargo cuando la biología ya no lo secundaba.
Con el sentido del humor un poco ácido que la caracteriza, cuentan que cuando la Dama de Hierro se mareó en una audiencia, los que estaban junto a la Reina la oyeron decir: «Vaya, ya se está cayendo otra vez».
El premier tory, John Major, resumió así la importancia de las audiencias semanales con ella: «Algunos pensamientos que no puedes compartir ni con tu Gobierno, en un momento dado sí los puedes compartir con la Reina. Yo lo hice». Cameron concordaba: «Con ella puedes pensar en voz alta con alguien que tiene un gran conocimiento, y no solo de lo que pasa ahora, sino también de lo que ha pasado antes».

Intentado resolver el enigma

¿Pero quién era realmente Isabel II? ¿Por qué se ganó el respeto del mundo desde una aparente inacción? ¿Cómo está amueblada su cabeza? Andrés, que pasaba por ser su debilidad personal y que hoy es su hijo peor valorado por el público, asegura que «lo ve y lo sabe todo» y «en ningún momento deja de ser reina».
Poco antes de iniciar su errática fase Meghan, al príncipe Harry le preguntaron si cuando está con Isabel II veía a la Reina o a su abuela. No dudó: «Primero a la Reina». Los amigos de la soberana concuerdan: «Jamás, en ningún momento, deja de ser la Reina». El anterior arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, destapa que «en privado es enormemente divertida». Políticos que la han tratado hablan de una mujer muy tímida, con un alto sentido del deber y la autodisciplina.

Cada día dedicaba tres horas a leer documentos oficiales, que iba archivando en sus famosas cajas rojas tras visarlos

Sus detractores lamentan que el famoso «sentido del deber» de Isabel II «consiste en no tener personalidad». Su éxito radicaría en «no hacer nada». Cierta izquierda le buscaba las cosquillas: «Los historiadores tendrán que batallar mucho para encontrar algo glorioso en su era», le reprochaba una columna en el laborista «The Guardian».
Pero para un monarca constitucional ese comentario tal vez suponga una paradójica forma de elogio. Cada día dedicaba tres horas a leer documentos oficiales, que iba archivando en sus famosas cajas rojas tras visarlos. Una rutina que seguramente cobraba su único sentido en el hecho de que la ejecutaba ella, Su Majestad. La tarea sostenida en el tiempo, el deber continuado, acaba nutriendo el alma de la institución, amén de la legitimidad que otorga el peso de la historia.

El último día que vistió unos vaqueros

Hoy, visto su éxito en el trono, resulta curioso recordar que Isabel no estaba llamada a reinar. Lo acredita el hecho de que nació por una cesárea en un piso de Mayfair, en el 17 de Bruton Street, primogénita de los Duques de York.
La abdicación de su tío, el snob filonazi Eduardo VIII, cambió su destino. Tenía once años cuando su padre fue coronado y supo que ese sería también su sino, como de hecho acabó ocurriéndole a los 25 años. Estaba en Kenia y vestía unos vaqueros cuando le comunicaron que su padre, Jorge VI, había muerto. Nunca más vestiría unos jeans en público. Reina por un regate del azar, siempre consideró el trono como un regalo de Dios, y en su concepción del mundo no se podía abdicar de un don así.

Isabel II era una enamorada de los corgis, perros pastores paticortos, más antiguos y británicos que ella misma. Tuvo treinta a lo largo de su vida.

Isabel II era una enamorada de los corgis, perros pastores paticortos, más antiguos y británicos que ella misma. Tuvo treinta a lo largo de su vida. Es significativo de su forma de pensar que los alimenta por orden. Primero los mayores, por supuesto; y al final, los jóvenes.
Todo era así: orden, respeto, deber. Su larguísimo reinado de récord la llevó a desarrollar tretas curiosas. Por ejemplo, movía su bolso con un código secreto de señales, con el que alertaba a su séquito cuando toca liberarla de un pelmazo que quería monopolizarla en una audiencia. Era una mujer que se cuidaba: bebía, pero nunca más de una copa al día. Su madre, que era conocida por su nada oculta afición a un gin tonificante, murió a los 101 años, vivió cinco más que ella.

La Reina compartía entre los empleados de Buckingham el apodo de Springsteen («The Boss»)

Tras los muros de palacio existían sorpresas. Aunque la Reina compartía entre los empleados de Buckingham el apodo de Springsteen («The Boss»), en familia, en ese círculo doméstico que ellos mismos llamaban The Firm (la empresa), quien ejercía de jefe era su marido, el tantas veces metepatas Felipe, «mi sustento», al que adoraba.
Aseguran que en privado la Reina hacía gala de un notable sentido del humor, más inglés que la cerveza templada. En una exposición de desnudos descarnados del pintor Lucien Freud, le preguntaron sí había sido retratada por el maestro alguna vez: «Sí, pero no exactamente así», respondió.
El ya fallecido actor Roger Moore, el más relamido de los James Bond, le planteó en una audiencia en Buckingham la duda de por qué transitaba por el interior del palacio con bolso: «Está es una casa bastante grande, ¿sabe?», le respondió con mirada irónica. Cierto: 770 estancias. A veces su reino no era de este mundo. Fue sonado que en 2002 preguntó en una audiencia al virtuoso de la guitarra Eric Clapton si llevaba mucho tiempo en lo suyo.
La actriz Helen Mirren, republicana declarada, ganó el Oscar de 2006 convirtiéndose en el clon perfecto de Isabel II. Cuando recogió la estatuilla clavó otra vez el retrato: «Durante más de 50 años, Elizabeth Windsor ha mantenido su dignidad, su sentido del deber y su estilo de peinado. Tiene los pies plantados en el suelo, su bolso en el brazo y ha sobrellevado muchas, muchas tormentas. Saludo su coraje y su consistencia». No se puede explicar mucho mejor.

El 9 de abril de 2021, la Reina perdió a su marido, sostén de siete décadas y único hombre de su vida, el Duque de Edimburgo, fallecido a los 99 años

El 9 de abril de 2021, la Reina perdió a su marido, sostén de siete décadas y único hombre de su vida, el Duque de Edimburgo, fallecido a los 99 años. Se iba aquel al que conoció como un príncipe original, un rubio apolíneo y un poco desubicado, que la enamoró siendo una adolescente. En el funeral solemne en Windsor, celebrado en días de pandemia, la Reina nonagenaria rezó sola en un banco de la capilla. Se la vio frágil, envuelta en sus lutos y reconcentrada en su pesar privado. Pero como siempre, el labio superior rígido. Pocos días después ya recuperaba su agenda pública. Y así siguió hasta que la alcanzó la hora de reunirse con su Creador.
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