Los cacharros rotos en la cumbre de Alaska
Lo ocurrido debe verse como una lección más de una asignatura que los europeos del siglo XXI todavía tenemos que superar: nadie llega lejos si tiene que caminar de rodillas
Vladimir Putin con la delegación rusa y el presidente Trump con su equipo de Trabajo
«Decíamos ayer…» La tradición atribuye esta frase a Fray Luis de León, de vuelta en su cátedra salmantina después de cuatro años de prisión en las cárceles del Santo Oficio. Realidad o leyenda, se trata de una bonita expresión, de esas que hacen pensar. Sin embargo, en el contexto de este artículo, no significa otra cosa que la que se deduce de su interpretación literal. Decíamos ayer que la cumbre de Alaska tenía toda la pinta de terminar como ese paradigma del desorden que es un elefante en una cacharrería… y, aunque a primera vista quizá no lo parezca, eso es justamente lo que ha ocurrido.
De lo que sí había dudas es de quién haría el papel de elefante. ¿Recurriría Putin otra vez a las amenazas de una guerra global? ¿Sería Trump el que apareciera solo en la rueda de prensa posterior a la cumbre —fue el propio magnate quien sugirió esta posibilidad— para escenificar una rotura con el dictador ruso? En absoluto. El espectáculo, previamente coreografiado, transcurrió entre sonrisas, siguiendo el guion que había sido anunciado en la prensa rusa. Esta circunstancia, que demuestra que es el Kremlin quien lleva la batuta, se viene apreciando en todas las reuniones celebradas desde que el reelegido presidente norteamericano decidió ponerse a la tarea de impulsar una paz en Ucrania sin tener la menor idea de qué paz era la que trataba de lograr.
El baile de los elefantes
Es probable que las relaciones entre Rusia y los EE.UU. mejoren gracias a los buenos modales de los dos líderes, tan diferentes de los que el magnate mostró con Zelenski en la Casa Blanca. Pero eso no significa que en Alaska no se haya dañado ningún cacharro. Al contrario, son varios los que han resultado pisoteados durante el baile que ambos elefantes —perdón, presidentes— han escenificado para delicia de sus respectivos seguidores y decepción de los demás.
El primero de los cacharros rotos, el más obvio aunque quizá no el más importante, es el que contenía la esperanza de una tregua en Ucrania. El sueño de Trump, que ya se veía recibiendo el Nobel de la Paz, se mantenía a flote a duras penas después de las reiteradas negativas del dictador ruso. Sin embargo, en Alaska ha recibido dos torpedos más en su línea de flotación de los que difícilmente podrá recuperarse: lo que Putin dijo y lo que calló Trump. El dictador ruso reiteró al finalizar la cumbre que no terminará la guerra hasta que logre resolver todas las «causas profundas» del conflicto —es decir, hasta que alcance todos sus objetivos militares— algo que no ocurrirá mañana. Por parte del presidente de los EE.UU. no hemos oído ni una sola palabra sobre esas sanciones secundarias que ayudaron a presionar a Putin para que estuviera presente en Alaska. Objetivo, pues, cumplido para el dictador.
Un segundo cacharro roto en la cumbre que acaba de terminar es el prestigio que, al menos entre una parte de sus fieles, todavía tenía Trump como negociador. Tengo la sensación de que Putin, con la experiencia adquirida durante su carrera en la KGB, y su ministro Lavrov, curtido en mil batallas diplomáticas —apareció en Alaska con una camiseta de la antigua URSS— volverán a casa tan relajados como lo haría el Real Madrid después de jugar un partido amistoso contra un equipo de juveniles. El dictador se lleva en su maleta el billete de salida del ostracismo al que estaba sometido por el occidente democrático, el olvido de la tregua propuesta por el propio Trump y el permiso tácito para seguir bombardeando Ucrania hasta que Zelenski «logre un acuerdo con el Kremlin», lo que, en ausencia de cualquier concesión por parte del ruso, solo puede hacer aceptando la rendición incondicional.
¿Qué es lo que el criminal ruso ha tenido que pagar por todas estas prebendas? ¿La traición a China? ¿El abandono de Irán? ¡Ojalá fuera eso! Que sepamos, la única condición que el dictador podría haber tenido que aceptar es la declaración pública —imagino que negociada por Witkoff en sus visitas a Moscú— de que, si Trump hubiera sido presidente, no habría habido guerra en Ucrania. Barato le ha salido a Putin el acuerdo, que celebrarán tanto los rusoplanistas como los trumpérrimos porque aleja la posibilidad de un divorcio que les partiría el corazón… aunque a pocos de ellos les pueda quedar alguna duda de quién es papá y quién es mamá.
Un tercer cacharro que también ha sufrido dolorosas grietas es el que representa al vínculo trasatlántico. La Europa humillada por Trump en la negociación de los aranceles, la OTAN dócil a sus caprichos, han tenido que ver como el magnate, abusón delante de los débiles, se muestra débil ante los abusones. Habrá lectores que aprovechen la ocasión para defender que estaríamos mejor servidos con Putin en lugar de von der Leyen. Sin embargo, para mí, lo ocurrido debe verse como una lección más de una asignatura que los europeos del siglo XXI todavía tenemos que superar: nadie llega lejos si tiene que caminar de rodillas. Tampoco los rusos. Sin negar que tengamos motivos sobrados para quejarnos, estamos mucho mejor que los súbditos del dictador, que son quienes pagan los caprichos del tirano con su sangre y su libertad.
Con todo, lo peor de la cumbre —la historia la juzgará con la dureza que merece— es el golpe quizá definitivo que ha recibido el cacharro más valioso de todos los que los europeos hemos construido a lo largo de los siglos: el sueño de un mundo basado en reglas. Reglas que no son arbitrarias ni inventadas por los EE.UU., como dicen algunos, sino frutos del árbol del humanismo cristiano que creció frondoso en nuestro continente y que España contribuyó a sembrar en todo el mundo. Solo a la sombra de ese árbol han podido crecer la Carta de la ONU, la Declaración Universal de Derechos Humanos y las Convenciones de Ginebra que hoy parecen reliquias del pasado. Si invadir naciones soberanas, asesinar opositores y bombardear ciudades muy lejos del frente no le priva a un tirano de ser recibido sobre la alfombra roja por quien no hace mucho se consideraba «el líder del mundo libre», ¿en qué escenario van a tener que vivir nuestros hijos y nietos?
Una luz entre las sombras
Entre tantas sombras, a veces aparece alguna luz solitaria que nos alegra el día. En este caso, me parece encontrarla en una encuesta del PEW Research Center publicada estos días, que muestra que el 85 % de los votantes estadounidenses tienen una opinión desfavorable o muy desfavorable sobre la Rusia de Putin, un porcentaje solo un punto más bajo que el de España. Y no, no se trata de rusofobia. La muerte diaria de un número creciente de civiles en las ciudades ucranianas y los desaires que el dictador ruso hace al presidente Trump tienen un precio, aunque el magnate finja no darse cuenta.
Decepcionados —cuando no abiertamente traicionados— por nuestros gobernantes, al este y al oeste, los pueblos de la tierra solo podemos poner nuestra esperanza en nosotros mismos. En el pueblo ucraniano, en primer lugar, que es quien sufre la guerra que puede devolver el mundo a los esquemas éticos del siglo XVI. En el pueblo norteamericano, que, afortunadamente, tiene más claro que su presidente dónde está el bien y dónde está el mal. En el pueblo ruso, que algún día querrá saborear la libertad que se le ha negado en nombre del imperio, del comunismo y, desde que Putin sustituyó a Yeltsin, otra vez del imperio. Y, por último, en los pueblos europeos, que tienen en Rusia el mejor ejemplo de lo que puede ocurrir cuando uno deja de resistirse a la tiranía. Ojalá nosotros, los españoles, estemos también a la altura del desafío.