Leyes de paz, leyes de guerra
En una historia que todavía no se ha contado del todo, los marinos norteamericanos hicieron cuanto estuvo en su mano —hasta mirar para otro lado mientras copiábamos sus publicaciones tácticas— para que nuestra integración en la Alianza Atlántica se produjera sin dificultades indebidas
Putin y Nicolás Maduro en Caracas
El corazón tiene razones que la razón no entiende. Confieso que, como le habrá ocurrido a algunos lectores, el vídeo que muestra el reciente ataque de la Navy –lo escribo en inglés por las mismas razones por las que defiendo que Armada, en español y sin apellidos, es solo la nuestra– a una lancha rápida que transportaba drogas con destino a los EE.UU. me ha alegrado el día.
Luego, claro, se impone la razón. A muchos nos divirtieron en su día las violentas películas de Schwarzenegger en escenarios parecidos a este, pero solo eran películas. Si en lugar de una lancha en aguas internacionales se hubiera tratado de un coche en las calles de Chicago, el autor del disparo letal sería procesado y solo saldría indemne del apuro si pudiera probar que abrió fuego en legítima defensa. Es lo que tienen las leyes de la paz, que, como exige la Declaración Universal de Derechos Humanos, también velan por las vidas de los delincuentes.
Trump cree haber encontrado un atajo que le permite burlar las leyes de su propio país declarando la guerra al narcotráfico. Lo mismo había hecho Bush veinte años antes con su guerra contra el terrorismo. Pero es un atajo peligroso. Es verdad que las leyes de la guerra permiten matar a los narcotraficantes, ahora convertidos en soldados de un enemigo real o imaginario, tan pronto como se ponen a tiro.
Sin embargo, no todo son ventajas. Esas mismas leyes les concederían a los narcotraficantes detenidos el estatuto de prisioneros de guerra. En aplicación de los convenios de Ginebra, no podrían ser juzgados por ninguna acción que no fuera delito en el país que los captura. Así, si una de esas lanchas consiguiera derribar un helicóptero norteamericano con un misil coreano comprado en el mercado negro, los criminales no podrían ser perseguidos por el asesinato de agentes federales y tendrían que ser puestos en libertad al final de la guerra.
¿A quién le importa lo que digan las leyes? Supongo que algo así es lo que contestaría Trump a quien le advirtiese de esta dificultad, desde luego bien conocida. Como presidente de los EE.UU., él aplicará en cada caso las que más le convengan. Puede que sea así –está por ver la decisión final de la Corte Suprema norteamericana sobre muchas de sus decisiones– y es posible que algunos lo celebren… hasta que, como ya ocurre en la Rusia de Putin, sean condenados a largas penas de prisión por un delito que incluso los rusoplanistas cometen cada día cuando celebran los éxitos de Rusia en la guerra de Ucrania: el de llamar guerra a lo que solo es una «operación militar especial para liberar el Donbás.»
No puedo ocultar que la Armada de hoy debe mucho a la Navy. En una historia que todavía no se ha contado del todo, los marinos norteamericanos hicieron cuanto estuvo en su mano –hasta mirar para otro lado mientras copiábamos sus publicaciones tácticas– para que nuestra integración en la Alianza Atlántica se produjera sin dificultades indebidas. Si, a principios de siglo, los españoles podíamos presumir de tener buques como el Príncipe de Asturias y las F-100, a la altura de los mejores de Europa —veremos qué resulta del aparente empeño del actual Gobierno en quitarle los dientes a la Armada— fue, en buena parte, gracias a ellos.
Siento, por ello, tener que compartir con el lector una reflexión que nace del recuerdo de los tiempos que pasé en el océano Indico al mando de la operación Atalanta. También entonces, como ahora ocurre en aguas del Caribe, las marinas de guerra de muchos países luchábamos contra el crimen; y casi todas, incluida la Navy, lo hacíamos con las armas que permitía la ley. Es verdad que matamos algunos piratas —algo que casi siempre ocultó a la opinión pública el apocado Gobierno de Zapatero— pero siempre después de que ellos pusieran en peligro la vida de los rehenes o la seguridad de nuestros buques.
Solo recuerdo dos excepciones a esta regla. Los marinos indios, por una parte, justificadamente preocupados por la posible expansión de la piratería a sus costas al otro lado del océano Índico, solían hundir las embarcaciones piratas que se aproximaban a sus zonas de influencia alegando legítima defensa. Nadie les creía, claro. ¿Por qué los frágiles dhows de los piratas, que huían a la vista de los buques de guerra de todos los países, querrían atacar a las imponentes fragatas indias? Pero, al menos, aparentaban respetar la legalidad internacional.
La otra excepción era la de Rusia. Sus buques de guerra, que hasta la anexión de Crimea colaboraban en muchas ocasiones con nosotros, fueron acusados muchas veces de dejar a los piratas a merced de las olas una vez inutilizadas o hundidas sus embarcaciones. Incumplían sus obligaciones legales bajo el convenio SOLAS de protección de la vida humana en la mar, es verdad, pero al menos se esforzaban lo indecible por ocultarlo a la opinión pública mundial. Como ocurre hoy en la guerra de Ucrania, ellos no cuestionaban la legalidad internacional. Se limitaban a incumplirla.
Mucho me temo que, bajo la presidencia de Donald Trump, habría habido una tercera marina en esa ominosa lista. Solo que, en lugar de tratar de ocultar sus crímenes o justificarlos como legítima defensa, los llevaría a las primeras planas de los periódicos para presumir de ellos.
Eso es, con bastante exactitud, lo que está ocurriendo ahora en el Caribe… y solo la opinión pública norteamericana podrá decidir si se trata de un error político o de la «nueva normalidad» que se abre camino en el escenario internacional. Esperemos que, si no sus líderes, al menos ellos sepan apostar por los valores que defiende su propia Constitución.