Keir Starmer, durante el congreso anual de los laboristas en Liverpool
Starmer convierte la inmigración en el tema central de su mandato ante la crisis interna y el auge de Reform
Este martes, el primer ministro británico, Keir Starmer, pronunciará uno de los discursos más importantes de su vida. Pese a su holgada victoria en las elecciones de hace poco más de un año, desde entonces todo han sido malas noticias para el laborismo, con problemas internos, dimisiones y una constante pérdida de intención de voto en las encuestas hacia Reform UK, la formación liderada por Nigel Farage que ha encontrado, precisamente en la base tradicional de los laboristas –es decir, la clase trabajadora blanca, urbana y de renta baja–, a la más sensible hacia el discurso antiinmigración que tantos adeptos está ganando en tierras británicas.
De primeras, Starmer intentó evitar el espinoso asunto centrándose en temas como la política exterior y el acercamiento a la Unión Europea. Pero ya ha tenido que afrontar de cara el problema. En los últimos días, el Gobierno ha puesto sobre la mesa dos iniciativas de calado. La primera, la introducción de un sistema de identificación digital que pretende cortar el acceso de los irregulares al mercado laboral sumergido. La segunda, un endurecimiento de las condiciones para acceder a la residencia indefinida, concretamente diez años de trabajo regular, historial limpio de ayudas públicas y pruebas de integración comunitaria. Starmer defendió las medidas asegurando que «no es una política compasiva de izquierdas sostener un sistema que explota a los inmigrantes y socava los salarios justos».
Pero no solo contra la derecha que capitaliza el discurso antiinmigración –y que hace dos semanas reunió a miles y miles de manifestantes en las calles de Londres– combate Starmer. El líder laborista también se está enfrentando a probleas internos, agravados tras la dimisión de Angela Rayner, su número dos, a principios de mes. Rayner era la bisagra entre el primer ministro y los militantes más izquierdistas del partido, que ya le han reprochado en varias ocasiones su tibieza con la ofensiva israelí en Gaza, sus recortes sociales y su seguidismo hacia los Estados Unidos de Trump.
Por si fuera poco, estos últimos días, Andy Burnham, alcalde de Mánchester y figura muy popular en las bases laboristas, se ha dejado querer como posible alternativa al liderazgo laborista. Aunque sus opciones son limitadas –no es diputado en Westminster y necesitaría apoyos significativos dentro del grupo parlamentario–, su ascendente recuerda a Starmer que su autoridad ya no es indiscutible. «El partido no puede enfrentarse a la amenaza de la ultraderecha con un manejo sectario y divisivo», ha advertido Burnham, en un mensaje directo al primer ministro.
Protestas en Londres contra la inmigración
Precisamente al lado de Mánchester, en Liverpool, en el bastión histórico del laborismo británico, se está celebrando estos días el congreso anual de la formación. Ahí, Starmer busca ofrecer respuesta a unos votantes descontentos que esperaban resultados más tangibles en sanidad, vivienda y energía. Hoy, sin embargo, la economía está atascada, la inflación es persistente y los recortes sociales aún recientes en la memoria.
Pese a todo, es la inmigración, como bien sabe el mandatario, el campo de batalla decisivo. Hoy en día, todas las encuestas sitúan la inmigración irregular como la principal preocupación de los británicos, y Reform UK ha sabido capitalizar esa ansiedad con un discurso simple y, también para muchos, extremo.
Así que el primer ministro se enfrenta a la encrucijada de acercarse demasiado a las tesis de Farage, agudizando el descontento entre sus propias bases progresistas, o correr el peligro de que Reform siga creciendo hasta amenazar seriamente la hegemonía laborista. Una ecuación que deberá resolver si no quiere que tan repentina sea su caída como holgada fue su victoria.