Los buques dorados de la clase Trump
Que el magnate quiera ver su nombre en todas partes puede ser una manía inofensiva. Todo lo más, denota un mal gusto que, la verdad, ya no nos sorprende...
Buques Donald Trump
Nadie sabe con certeza lo que se esconde tras las decisiones de las personas como Trump, pero a menudo parece que el magnate se despierta cada mañana con la ilusión de humillar a la gente a la que desprecia o de la que quiere vengarse. Y la lista no es corta: todos menos sus fieles más leales… quizá porque ellos, como los cortesanos de antaño, ya se humillan solos.
En la historia de la humanidad hay precedentes para cualquier conducta, por aberrante que pueda parecernos. Calígula, el emperador romano, debía de sentir lo mismo que Trump cuando se le ocurrió nombrar cónsul a su caballo, seguramente más para humillar al Senado Romano que por estar convencido de la capacidad de Incitatus —que así se llamaba el noble bruto— para desempeñar con eficacia ese alto cargo.
Si de eso se trataba, hay que reconocer que Calígula llegó un poco más lejos que Trump en su depravación. El secretario de la guerra nombrado por el republicano, Pete Hegseth, no parece mucho más capacitado que Incitatus, pero al menos es una persona y, aunque no le saca mucho partido a esta habilidad tan humana —quizá porque invierte demasiado tiempo en alabar a su presidente— sabe hablar. Claro que esa capacidad no siempre es una ventaja. Incitatus nunca hubiera publicado en redes sociales la hora en la que se iban a producir ataques aéreos a los hutíes, poniendo en riesgo los resultados de la operación y las vidas de los pilotos.
Pero vamos al grano, que se acerca el fin de año y, a este paso, no vamos a llegar a las uvas. No sé bien si para dar una vuelta de tuerca a su campaña de autobombo o para humillar una vez más a todos sus predecesores, Trump acaba de hacer pública su decisión de dar su nombre a una nueva clase de buques que, en los papeles, será más grande, cien veces más letal y mucho más bonita que todas las anteriores. Una nueva clase de buques que, por supuesto, será dorada.
Los buques dorados de la clase Trump
Que el magnate quiera ver su nombre en todas partes puede ser una manía inofensiva. Todo lo más, denota un mal gusto que, la verdad, ya no nos sorprende. Pero que le diga al Pentágono cómo construir los buques que necesita es, además de una prueba de inmensa soberbia, una demostración del talento que tiene Trump –como todos los abusones– para intuir las debilidades de los demás y cebarse en ellas.
Las razones del presidente
Cualquiera que siga las vicisitudes de la US Navy en los últimos 30 años se dará cuenta de que el presidente suele equivocarse poco a la hora de decidir en qué ojo debe meter el dedo. El Pentágono se ha dormido en los laureles y su fuerza naval está perdiendo poco a poco la ventaja que, mientras duró la Guerra Fría, encontró en la tecnología. China todavía está lejos, pero progresa rápidamente mientras los EE.UU. son incapaces de encontrar en sus astilleros soluciones para los desafíos que están ya a la vuelta de la esquina.
Desde que entró en servicio el primero de los destructores de la clase Arleigh Burke, hace ya 35 años, todos los planes para mejorarlo, sustituirlo o complementarlo con nuevos diseños han fracasado. Y no es un asunto menor porque, en la jerga naval norteamericana, los destructores no son meros buques de escolta –tampoco lo son, por cierto, nuestras fragatas F-100 o F-110– sino «surface combatants», buques de combate de superficie. La espina dorsal de sus flotas.
La lista de proyectos de buques de este tipo abandonados después de costosas inversiones es ya bastante larga. Incluye dos versiones del llamado buque de combate litoral –las clases Independence y Freedom–, los enormes y desgarbados destructores de la clase Zumwalt y, por último, las fragatas de la clase Constellation, recientes vencedoras de un concurso internacional en el que participó nuestra Navantia pero ya descartadas como solución de futuro.
También tiene razón Trump cuando asegura que los buques de nuevo diseño han salido bastante feos. Sobre todo los destructores de la clase Zumwalt, que ofenden a la vista de cualquier marino. Pero el verdadero problema de la US Navy no es estético, como ya se imaginará el lector. Poco a poco, va calando entre profesionales y aficionados una sensación de impotencia que el torpe secretario de Defensa confesó en público hace pocos meses: sus portaviones empiezan a ser demasiado vulnerables para penetrar la burbuja defensiva que China puede crear a centenares de kilómetros de sus costas. Seguramente Incitatus habría tratado el asunto con más discreción, pero no se puede negar que, en este caso, Hegseth se hacía eco de una preocupación real de sus almirantes.
Entienda el lector que, siendo inquietante, la vulnerabilidad de los portaviones en los escenarios de muy alta intensidad que hoy solo se pueden dar en el Indopacífico explica solo la mitad de la estrategia naval de las últimas décadas. Un ejemplo de la otra mitad lo tenemos en el Gerald R. Ford, que estos días se encuentra desplegado en el Caribe reeditando la vieja diplomacia de cañoneros. Nada como un buque de ese tipo para dar argumentos a la política exterior de Trump.
Las necesidades de la US Navy
Lo que, hoy por hoy, sí está más allá del alcance del poder naval norteamericano es desembarcar en Shanghái o, en el hipotético caso de una guerra por Taiwán, dominar el estrecho que separa de China a la isla rebelde. Pero no es cosa de rasgarse las vestiduras. Durante la Guerra Fría habría sido igual de imposible desembarcar en Sebastopol o penetrar en el Báltico; y, en la Segunda Guerra Mundial, el asalto de Francia tuvo que esperar a que Hitler estuviera al borde de la derrota y realizarse en las playas de Normandía, bien lejos de Alemania. Si, además, nos tomamos el trabajo de ponernos en la piel del hipotético enemigo, tampoco podría Pekín soñar en asaltar el territorio continental de los EE.UU. y eso no le impide construir su propia flota de portaaviones para las muchas cosas que sí pueden hacer los buques de este tipo.
Pero vamos a imaginar que el Pentágono no se resigna a aceptar que los EE.UU. ya no están solos en la cima del mundo. ¿Qué es lo que ofrece el presidente norteamericano a sus marinos para ayudarles a salir del apuro? En primer lugar, les ofrece su liderazgo para resolver el problema estético, un brindis al sol porque se tardan muchos años en diseñar y construir un buque de guerra y Trump dejará el poder bastante antes de que se ponga la primera quilla. Luego, ya más centrado en su papel presidencial, les ofrece lo que él tiene, que es el dinero del presupuesto; y pone el acento en lo que a él le compete, que es la exigencia de que se gaste bien. Hasta este momento, la actitud del magnate me parece irreprochable y ya me gustaría verla repetida en otras latitudes.
Lo malo empieza cuando, sin otro fin aparente que el de glorificar su propio nombre, Trump niega a los profesionales de la guerra naval la libertad de acción que necesitan para rectificar el rumbo. ¿Cómo es eso? Pues vea el lector que, mientras la US Navy, pensando precisamente en una confrontación naval con China, trata de poner en vigor una doctrina que llama de 'Operaciones Marítimas Distribuidas' –que, si se me permite la simplificación, consiste en disminuir la vulnerabilidad de su flota poniendo un huevo en cada cesta– Trump sueña con ponerlos todos en un barco digno de llevar su nombre. Un barco grande y dorado, como él se ve a sí mismo.
Un error de traducción
Por lo demás, lo que Trump propone no es resucitar los acorazados, como erróneamente se ha interpretado en muchos medios españoles. Quizá se hayan dejado llevar, una vez más, por una traducción imaginativa de esas que tantas veces hemos visto en el cine. Puede que quien haya decidido que, en castellano, la palabra battleship –mira que es fácil: buque de batalla— se traducía por «acorazado» haya estudiado en el mismo colegio que quien tuvo la brillante idea de destripar la intrigante Rosemary’s Baby con el título de La semilla del diablo.
El caso es que esa desafortunada traducción –acorazado, como adjetivo, puede interpretarse como todo aquello que lleva coraza, desde el pequeño pangolín al carro de combate– ya nos hizo daño en la Guerra de Cuba, cuando el almirantazgo español, en una decisión estratégica criticada en todo el mundo, aprobó el envío al Caribe de los cruceros acorazados de Cervera para enfrentarse con los acorazados de Sampson. Parecía casi lo mismo, pero no lo era.
Unas décadas antes no habríamos mandado fragatas a combatir contra buques de línea. ¿Por qué lo hicimos en Cuba? Siempre he pensado que nos habríamos ahorrado un disgusto si nuestros políticos –y también algunos de los almirantes de la época, hombres de pasillo más que de mar– hubieran tomado sus decisiones a partir de los nombres de las clases de buques en el inglés original. Quizá así no se les habría ocurrido enfrentar –nadie más lo ha hecho– los armoured cruisers españoles contra los battleships norteamericanos.
Pero volvamos al presente. Los battleships que propone Trump no se parecerán nada a los últimos acorazados de la clase Iowa, para mí los buques de guerra más bonitos desde que el vapor desplazó la vela. Además del tamaño y el apelativo de dorados, que espero no se traduzca en su esquema de pintado, ¿qué novedades cabe esperar de ellos? Se nos dice que tendrán misiles de crucero con cabeza nuclear, pero ya era así el Tomahawk hasta que se sustituyeron sus ojivas en aplicación de los acuerdos SALT. Tendrán también misiles hipersónicos, de mayor alcance que el Tomahawk, pero que ya está previsto instalar en los destructores de la clase Zumwalt y en los últimos submarinos de la clase Virginia.
El quid de la cuestión, lo que de verdad podría hacer la diferencia, estará en la defensa de la cesta de huevos, un problema todavía no resuelto en la vida real por mucho que se nos llene la boca hablando de inteligencia artificial, misiles hipersónicos o sistemas laser de alta potencia como si, en vez de productos de la tecnología sometidos a las leyes de la física, fueran Melchor, Gaspar y Baltasar.
Si al lector le sirve de algo mi experiencia de más de cuatro décadas, he encontrado huellas de la presencia de los Reyes Magos en los lugares más insospechados, pero nunca en los nuevos sistemas de armas de los buques de guerra, que invariablemente defraudan algunas de las expectativas de las dotaciones que los reciben.
Epílogo
Nadie puede predecir el futuro, pero apuesto a que Trump no conseguirá un tercer mandato y, por esa sola razón, la dorada clase concebida para llevar su nombre nunca pasará de la fase de diseño. Y eso saldrá ganando la US Navy que, al contrario de lo que le ocurrió a la Armada en Cuba, no cometerá el error de enviar sus buques a una batalla que, hoy por hoy, no pueden ganar.
La proyección del poder naval sobre tierra siempre fue una tarea difícil porque —vuelvo a pedir disculpas por la extrema simplificación— los buques se hunden y la tierra no. El éxito de estas operaciones solo es posible si se cuenta con una superioridad muy acusada, que los EE.UU. tienen en el Caribe pero no en el Indopacífico.
En las costas de China, los misiles balísticos, todavía poco eficaces contra blancos móviles pero que mejoran cada año, pueden anular la ventaja en distancia que un día logró la aviación embarcada y mantener alejados a los buques de superficie, por dorados que sean… al menos hasta que la energía dirigida convierta los misiles hipersónicos en trastos inútiles, si es que eso llega a ocurrir algún día más allá de los laboratorios. Mientras tanto, la mejor apuesta para proyectar el poder naval sobre tierra en escenarios de esa dificultad –que el lector sabrá extrapolar hacia abajo para adaptarla a los casos de Europa y de la propia España– seguirá estando en los submarinos con misiles de largo alcance… un arma que, por supuesto, también necesitan nuestros S-80.
Sin embargo, al alocado presidente norteamericano nada de esto le importará. Él ya ha conseguido todo lo que pretendía. Ha vuelto a glorificarse a sí mismo despreciando a todos sus predecesores en una Casa Blanca que cualquier día propondrá pintar de color dorado para conseguir el aplauso fácil de los trumpérrimos. Ha humillado a los marinos norteamericanos, a los de ayer y, sobre todo, a los de hoy, muchos de los cuales no vitorean a su comandante en jefe tanto como él cree que merece. Y, por último, ha sacado a la luz algo de la vileza que se esconde en la naturaleza humana, única posible explicación de conductas como la del servil secretario de Defensa de los EE.UU., un hombre que, definitivamente, no está a la altura del buen Incitatus.