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29 de abril de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

La metamorfosis

Al despertar una mañana, tras un sueño intranquilo, Juan Ramón se encontró convertido en un conservador…

Actualizada 23:22

Juan Ramón nació en el primer día de la década de los setenta, en una familia española de aquella ancha clase media que eclosionó en las postrimerías del franquismo. Sus abuelos, labriegos de La Mancha y la Galicia profundas, acabaron emigrando a Madrid para buscarse el condumio en la construcción del desarrollismo. Los padres de Juan Ramón eran más listos que el aire. Empezaron vendiendo cosmética a puerta fría. Pero trabajando como chalados acabaron montando tres perfumerías de barrio, que les permitieron vivir cómodamente, hacerse con un buen piso y convertir a sus cuatro hijos en la primera generación de la familia que logró llegar a la universidad.
Juan Ramón estudió en un colegio de curas y más tarde acabó Derecho con notazas en la Complutense, lo que le permitió entrar a trabajar en un gran despacho de abogados. Hijo de votantes socialistas, políticamente se mantuvo en la onda familiar. En sus dos últimos años en la Facultad se paseaba por la cafetería y las asambleas con el preceptivo País bajo el brazo. Su profeta radiofónico era «Iñaki», leía solo recomendaciones babelianas y votó a «Felipe» hasta en las elecciones del 96, cuando trastabillaba en un barrizal de corrupción y lo derrotó Aznar. Juan Ramón se mantuvo fiel al PSOE también en la etapa de Zapatero, del que celebraba «su talante». Si se tuviese que autodefinir, se presentaría con orgullo como «progresista». En la jornada del brutal atentado de Atocha, incluso acudió a protestar ante Génova al son del agitprop rubalcabiano.
Pasaron los años. Juan Ramón se casó con su novia, una médico (en una ceremonia por la Iglesia, aunque matizando que «solo por no disgustar a mis padres»). Envió a sus dos hijos a un colegio católico de excelentes credenciales («no es que me guste mucho, pero la formación es buena», rezongaba ante sus amigos de la progresía). Gracias a sus buenos empleos, el matrimonio logró comprarse un piso en el centro de Madrid, mejor todavía que el de sus padres. Juan Ramón fue peinando canas. Empezó a hacerle poca gracia que todos los gobiernos socialdemócratas a los que votaba tuviesen la mala costumbre de meterle la mano en el bolsillo, abrasando su esfuerzo personal a golpe de impuestos. Empezó a tocarle las meninges que los gobiernos socialdemócratas a los que apoyaba tuviesen un tic anticlerical, con trabas a la enseñanza concertada que había elegido para sus hijos. Empezó a arrugar la nariz cuando su PSOE comenzó a desbarrar sobre España, convirtiéndola en «una nación de naciones» y «un país multinivel». Se sintió estafado cuando Sánchez incumplió todas las promesas electorales por las que le había votado, a regañadientes y tapándose la nariz. Comenzó a darse cuenta de que el sistema televisivo español no era realmente plural, que impera un pensamiento único casi obligatorio (el progresismo). Se cansó de no poder decir en alto en su grupo de amiguetes que a él, realmente, las películas de Almodóvar le parecían un truño desde hacía décadas (y que además transmitían una visión de la vida hueca y derrotista). Acabó hasta el moño del victimismo y la altanería de los separatistas catalanes -y vascos- y de la sumisión genuflexa de su PSOE ante ellos. Comenzó a preguntarse por qué en cierta España oficial se prestaba más atención a los problemas de los gais que a los de las familias, la médula de toda sociedad desde que el mundo es mundo. Le empezó a molestar una ingeniería social anticristiana que constreñía las libertades personales. Empezó a preocuparle muy en serio la economía, porque el bienestar de su familia le iba en ello. De cañas con sus colegas ya no se cortaba a la hora de lamentar en alto que su país estaba gobernado «por una panda de amateurs».
Como en la novela de Kafka, Juan Ramón había sufrido una metamorfosis: una mañana, tras un sueño intranquilo, se despertó convertido... ¡en un conservador! Simplemente había arribado a la edad adulta.
(PD: Es una satisfacción y un privilegio estar de vuelta escribiendo columnas, y más en un periódico como este. Muchas gracias a todos los lectores que me han transmitido su aprecio en mi breve barbecho de articulismo).
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