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29 de abril de 2024

Un mundo felizJaume Vives

Contactos perros y basura

Qué mierda de sociedad hemos construido que a los moribundos sin contactos los condena a sufrir solos

Actualizada 04:29

Después de dos años de pandemia es la primera vez que me toca vivir de cerca el trato inhumano al que se ven sometidos los pacientes que, en lugar de pillar el SIDA, han tenido la mala suerte de contagiarse de COVID.
Así es como el Señor ha querido llevarse a mi abuelo. Por una neumonía bilateral severa. Tenía solo 94 años y gastaba mucha más salud que el común de los mortales. Y más importante todavía: conservaba, a pesar de los años, un espíritu joven, una fe inquebrantable y mucho sentido del humor. Quizá por eso cuesta más aceptar la voluntad de Dios.
Ingresó en el hospital un lunes, no comprobaron en ningún momento que realmente tuviera COVID, ni cuando entró ni durante los 8 días que estuvo agonizando, pero lo encerraron a cal y canto en la planta COVID hasta el día de su muerte. Y a pesar de la falta de pruebas, en su certificado de defunción consta como una víctima más del virus chino.
En su planta había otros como él, pero sin su suerte, porque él estuvo en todo momento acompañado de una de sus hijas que, igual que con su madre, cuidó de él como si de un príncipe se tratara, hasta que falleció. La agonía de mi abuelo duró 8 días. La de mi abuela casi 7 años. Y en ambos casos los hijos estuvieron a su lado en todo momento.
Con mi abuela, todos al pie de la cama. Con mi abuelo, mi tía al pie de la cama sin dormir y el resto en el vestíbulo del hospital. Sin poder hacer nada pero resistiéndose todos a ir a un lugar más cómodo por querer estar unos metros más cerca –y a la vez tan lejos– del hombre que tantas veces murió por ellos, por nosotros.
Mi abuelo era una persona muy especial. Querido, carismático, cristiano viejo, divertido, la gente sufría verdaderos ataques de risa a su lado, valiente, con mucho carácter, un auténtico empresario cristiano y con amigos en todos los rincones de la familia, de España y del mundo entero.
Gracias a un contacto los hijos pudieron despedirse de mi abuelo todavía despierto y consciente (la cabeza no la perdió en 94 años de vida). Los nietos tuvimos menos suerte, y aunque pudimos despedirnos de él, el dolor por ahogamiento era ya insostenible y lo mantenían con vida con ayuda de tranquilizantes, por lo que, aunque consciente, estaba dormido.
Mientras tanto los demás pacientes de la planta, sin contacto con nadie, eran condenados a morir sin besos ni abrazos de la familia, como perros, todo muy inhumano. Apartados de todo vínculo, solo unidos físicamente a una máquina y, espiritualmente, Dios quiera que a mucha gente.
Luego llegó la muerte, que a todos viene a buscarnos, y esa maldita palabra que nadie había comprobado –COVID– obligó a tratarle como al peor de los residuos. Como si ese hombre que tanto había amado fuera más peligroso que una nuclear a punto de explotar.
Nada de amortajar al muerto, nada de abrir el féretro, ni siquiera con un cristal sellado. Unas bolsas de plástico, la caja cerrada ya desde el hospital y una familia privada de enterrar dignamente a su roca.
Y otra vez más los contactos. Al nono (así llamábamos a nuestro abuelo) pudimos amortajarlo excepcionalmente, y de forma todavía más excepcional pudimos corroborar que efectivamente su cuerpo descansaba dentro del ataúd.
Y otra vez más, otros tantos como él, condenados a ser tratados después de muertos como residuos radioactivos. Sin mortaja, sin que la familia pueda confirmar que efectivamente el ser querido descansa en el ataúd.
A mi tío lo habían ingresado también por una neumonía a dos habitaciones de su padre. Llevaba unos días mal y necesitaba atención médica. Él estaba solo en la habitación, sin compañía. Cuando mi abuelo murió subieron mis tías a pedir permiso para hablar con su hermano, una llevaba ya 8 días en esa planta viviendo. Las enfermeras les dijeron que no, que le comunicarían el fallecimiento de su padre por teléfono, ¡por teléfono!
Qué mierda de sociedad hemos construido que a los moribundos sin contactos los condena a sufrir solos, luego a morir como perros y una vez muertos, a ser tratados como basura.
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