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09 de mayo de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

¿Autodeterminación… de qué?

No, la identidad registral no es género: género tienen las palabras, no los humanos. No, la identidad registral no es sexo: sexo es la investidura libidinal, cuyo decurso ningún sujeto está en condiciones de prever a lo largo del fluido torrente que es su vida. La identidad registral clasifica genitales

Actualizada 01:32

La transexualidad no es un problema. Lo es la ignorancia. Esa que lleva a una ministra a esgrimir la «autodeterminación de la identidad de género» como un «derecho» que, mediante simple registro administrativo, puedan ejercer lo mismo un niño que un adulto. «Transexualidad» no es problema. «Autodeterminación», sí. Lo son siempre las palabras que, por servir para todo, no valen para nada; salvo para destrozar las vidas. Distorsionar lo que las palabras significan es, más que error, estafa.
«Autodeterminación» es un término de venerable raigambre metafísica. Se «determina» una identidad, en la medida en que se la somete a una red causal que rija su funcionamiento; «auto-determinar», por el contrario, sería lo propio de aquello que, al ser dueño de todas las determinaciones, por nada externo se vería afectado. ¿Se aplica a algo –o a alguien– esa categoría? En la filosofía clásica, sí: es la definición propia del infinito al cual se da por nombre Dios. «Movimiento que se mueve a sí mismo» en Aristóteles, o «substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita» en Spinoza. A un infinito, en efecto, no puede haber causa exterior que lo afecte, porque nada le es externo. El infinito se autodetermina, porque todos los vectores causales están, sin excepción, en él. No es pensable «hetero-determinar» a un absoluto.
Pero, ¿qué sucede cuando eso de lo que hablamos es una precaria cosa finita, como los somos cada uno de nosotros? Sucede, sencillamente, que llamamos identidad al nudo transitorio de los continuos choques exteriores, cuyo control se nos escapa. Y claro está que su resultado es fluido. Y que no se «auto-determina». Cuando Heráclito postula que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, no está hablando del agua que fluye: eso, la verdad, sería bastante trivial. Habla del hombre que se sumerge; y que jamás –¡jamás!– volverá a ser el mismo en el curso del tiempo. Ningún humano posee una identidad sólida. Porque un humano no es una piedra. Y está forzado a reinventarse, en cada pasaje de la maraña de conflictos que es el mundo, nuestro mundo.
Lo que hacen los registros civiles es catalogar criaturas biológicas, para que el mastodóntico archivo del Estado funcione sin griparse. Es todo. No, la identidad registral no es género: género tienen las palabras, no los humanos. No, la identidad registral no es sexo: sexo es la investidura libidinal, cuyo decurso ningún sujeto está en condiciones de prever a lo largo del fluido torrente que es su vida. La identidad registral clasifica genitales. Y punto. Un adulto puede modificarla, no por «auto-determinación», sino por «hetero-determinación»: la de la química o el bisturí. ¿Es un acto libre? Es un acto voluntario frente a la adversidad, que no es lo mismo: porque voluntad (la máquina de querer) y libertad (la máquina de poder) no siempre son compatibles.
Un adulto, digo. ¿Un menor? Hay que estar loco o ser muy canalla para dejar al arbitrio de un menor químicas o cirugías.
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