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19 de abril de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

La eternidad: Italia

Cuando, coincidiendo con el derrumbe soviético, toda la podredumbre del Estado salió a la luz, el sistema político cayó a plomo, como una fachada sin fundamento

Actualizada 08:51

Viene de lejos la excepción italiana. De muy lejos. Tanto cuanto la emergencia del Estado-nación en la Europa del siglo XVI. Por completo fallida en una península italiana fragmentada en ciudades-Estado: territorio sobre el cual se desplegó el ajedrez bélico de las grandes potencias, que culmina el Sacco di Roma en 1527. El proyecto, que abrigaran tanto Maquiavelo como Alejandro VI y César Borgia, de constituir una nación moderna se perdió allí. Tal vez, para siempre.
Todo lector del Il Gattopardo (que, por cierto, sólo puede ser traducido al español como El Guepardo) percibe la perspicaz desilusión que Lampedusa pone en la mirada del Príncipe Salina ante las fantasías unitarias de los garibaldinos en 1860. No, Sicilia no es Italia y no lo será nunca, se dice el Príncipe: somos viejos, somos dioses; ni los viejos ni los dioses cambian. «Todo esto» –concluye– «no debería poder durar; y, sin embargo, durará para siempre; para el siempre humano, por supuesto, un siglo, dos siglos…; y luego será distinto, pero peor. Fuimos los Guepardos, los Leones, los que nos sustituyan serán los pequeños chacales, las hienas».
Ningún estudioso de la Italia contemporánea ignora la tragedia que cierra la derrota del fascismo y el fin de la segunda guerra mundial: un norte de Italia bajo control de los partisanos comunistas, un sur de Italia bajo el control de la mafia, y Roma como intercambiador de negocios e intereses, en los cuales lo legal y lo ilegal se confunden. Al terminar la guerra, el riesgo de ver Italia y Grecia bascular hacia el bloque soviético era muy alto. En Grecia se resolvió mediante una guerra civil que, al cabo de tres años, dejó al país exhausto. La vieja sabiduría italiana evitó ese deslizamiento; lo evitó también la artesanía de los servicios de inteligencia (Gladio, P2…) que, desde una oscuridad estricta, dirigieron el poder durante medio siglo. Cuando, coincidiendo con el derrumbe soviético, toda la podredumbre del Estado salió a la luz, el sistema político cayó a plomo, como una fachada sin fundamento. El Estado fue en Italia, desde 1945, lo más parecido a las «aldeas Potemkine» que Catalina la Grande creía ver desde su amable barco: lienzos sólo, decorados escénicos dispuestos para su contento por el primer ministro.
Caído el decorado, Italia retornó al vacío. En un tiempo vertiginoso, los dos partidos que se repartían todo, PCI y Democracia Cristiana, desaparecieron. Y al imperio de los Guepardos y los Leones, sucedió el tiempo de los chacales, de las hienas. Berlusconi saltó de histrión a omnipotente. Meloni da ahora la gran zancada, apoyada en su lomo. Todo seguirá igual. Igual que siempre: mercadeo. Y releo a Leopardi: «Oh, patria mía, veo los muros y los arcos / y las columnas y los bustos y las yermas torres / de nuestros padres, / mas la gloria, no la veo».
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