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28 de abril de 2024

El observadorFlorentino Portero

Corporaciones-Estado

Ya está el mundo suficientemente revuelto como para que los empresarios iluminados aporten su granito de arena al desastre final

Actualizada 01:30

Nadie cuestiona que Elon Musk es uno de los empresarios más interesantes y exitosos de nuestro tiempo. Con él el término empresario cobra todo su sentido. No es un gestor, sino un innovador, alguien que cuestiona la forma de trabajar y que se compromete, allí donde se hace presente, a poner patas arriba formas y objetivos. Hombres como él son característicos de los cambios de época, en este caso de la Revolución Digital que estamos viviendo, aunque a menudo hagamos lo posible para no darnos por enterados.
Ante la invasión rusa de Ucrania, Musk tomó la iniciativa de poner a disposición de las autoridades ucranianas su red de satélites, garantizando así sus comunicaciones. Un gesto importante además de generoso. Pero, recientemente, Musk hizo pública su disposición a no seguir manteniendo el servicio por su alto coste, al tiempo que lo condicionaba a un acuerdo final por el que Rusia retendría Crimea y Ucrania aceptaría el resultado de hipotéticos referendos organizados por la ONU en el Dombás. Finalmente, el Pentágono se hará cargo de los costes, por lo que el servicio se mantendrá. Sin embargo, lo realmente importante es el hecho de que una corporación vincule un servicio a una negociación diplomática.
La diplomacia, como la defensa, son actividades soberanas, por lo tanto, propias de los Estados no de las corporaciones. No es la primera vez en la historia que se produce una suplantación como la presente. En el siglo XVIII las compañías de indias británica y holandesa actuaron como potencias coloniales, creando muy serios problemas políticos en sus respectivas metrópolis. Desde hace años los analistas de política internacional vienen advirtiendo de la erosión del Estado como actor internacional. Se han dedicado muchas páginas a analizar el impacto de las organizaciones no gubernamentales y de su influencia en el proceso de toma de decisión de los Estados democráticos a través de una opinión pública crecientemente globalizada. También han sido muchas las escritas sobre el inevitable impacto que en la política internacional acabarían teniendo las grandes corporaciones, mucho más poderosas en determinados aspectos que la mayoría de los Estados del planeta. Si en China hemos asistido a una reducción de su autonomía en favor del Partido Comunista, éste no es el caso en Estados Unidos o en la Unión Europea. Los medios de comunicación prestan mucha atención a los pulsos fiscales entre Estados y corporaciones en un entorno globalizado, pero no tanto a la capacidad política de éstas.
La formidable dimensión de estas grandes corporaciones les dota de un innegable poder, que ejercerán. Es iluso pensar que la sociedad internacional organizada es Estados, supuestamente consagrada en los tratados de Westphalia, sobrevivirá al paso del tiempo. La Revolución Digital está erosionando seriamente al viejo Estado y no sólo en el plano diplomático. Desde el siglo XV venimos repitiendo que el Estado tiene el monopolio del uso de la fuerza, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Pero en realidad ya no es así. Hemos reconocido que el campo de batalla digital es uno de los «dominios» de nuestro tiempo y nos hemos dotado de mandos cibernéticos. Sin embargo, el Estado no es capaz de proteger a las empresas de durísimos ataques de esta naturaleza, por lo que las más potentes se han dotado de medios para defenderse y contraatacar. Las grandes corporaciones ejercen violencia, discreta y legítimamente, pero al hacerlo colaboran en el debilitamiento del Estado como actor internacional.
Poder y criterio no son sinónimos. La lógica diplomática, como la militar, es distinta de la corporativa. Con buen criterio, servicios diplomáticos como el español consideran que un diplomático de carrera, sea cual sea su formación académica, no debe acceder al cargo de embajador antes de cumplir los veinte años de carrera. El oficio cuenta. El que un empresario como Musk se permita la licencia de establecer unas condiciones diplomáticas para poner fin al conflicto militar ucraniano es un gesto tan osado como irresponsable. Es más, aunque a lo mejor no es consciente, su propuesta es claramente favorable a la causa rusa. Establecer los términos finales como punto de partida es, como poco, insensato. Confiar en que Rusia acepte el acuerdo cuando ha violado otros precedentes es de una ingenuidad temeraria.
Ya está el mundo suficientemente revuelto como para que los empresarios iluminados aporten su granito de arena al desastre final. Si el estado clásico, resultado de siglos de historia, carece de tamaño crítico para controlar a estas grandes corporaciones, surgidas del proceso de globalización y de la Revolución Digital, necesitaremos reunirnos en entidades capaces de ejercer esa función. Con todos sus problemas, la Alianza Atlántica y la Unión Europea son los instrumentos idóneos para cumplir esta función.
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