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26 de abril de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Matar a Leguina

Un país en su sano juicio moral rendiría homenaje a quien se ha empecinado en ser una excepción al robo. Olvidando que su partido no tolera excepciones

Actualizada 01:30

A Joaquín Leguina lo mató un olvido. Y es que a nadie que pretenda estar en la política española se le permite orillar el principio sagrado: que a la política se viene a hacer dinero. Y que quien no se avenga a eso está dejando en evidencia a los «compañeros». Que lo decapitarán.
A los compañeros. A los que delinquieron, desviando cifras descomunales de dinero público hacia sus propias cuentas: hacia las visibles como hacia las paradisíacas. A los compañeros. A los que delinquieron, desviando cifras descomunales de dinero público hacia las cuentas misteriosas que financian el partido. A los compañeros. A los que delinquieron, echando migajas filantrópicas a los pobres en nómina, a cambio de un compromiso de voto blindado.
Lo que sucedió en Andalucía durante cuatro decenios es epítome de esa técnica bien afinada. Pero, en distintas medidas, desde su nacimiento allá por las vísperas de la transición, el nuevo PSOE, inventado por González y Guerra, ha sido la máquina perfecta de articular esos tres niveles de saqueo. De trenzarlos de tal modo que distinguir entre robo privado y público, entre robo y voto caciquilmente adquirido, sea imposible.
A Joaquín Leguina lo mató un olvido: se olvidó de corromperse y de corromper. No se acordó de robar, no se acordó de hacerse un capitalito, como el resto de los colegas, para el día de mañana. Y es que, a diferencia de ellos, Leguina había sido un profesional competente antes de entrar en política. Y un hombre culto, con el cual hablar de cine o de literatura es tarea grata que ningún sectarismo partidista interfiere. Y es que, por un milagro extraño, en la mente de Joaquín Leguina vive aún aquel viejo socialismo de antes del Congreso de Suresnes: un viejo socialismo para el cual ética e inteligencia no se negociaban; un viejo socialismo en el cual un dirigente retornaba a lo privado exactamente con las mismas riquezas –o pobrezas– con las que entró en los cargos públicos; un socialismo en el cual dejarse sobornar –o incluso buscarlo– era una pesadilla inaceptable.
Leguina fue esencial para el socialismo de Madrid durante muchos años. Venía del mundo académico y al mundo académico se volvió cuando llegó la hora de salir de escena. Nada en su modo de vivir ha cambiado. Ni se ha hecho rico, ni es un mayordomo privilegiado de los inconmensurablemente ricos que mueven, siempre invisibles, los hilos de la política española. ¿Hay muchos dirigentes socialistas que puedan decir lo mismo? Contabilícense las propiedades iniciales de la banda sevillana que, en torno a González, empezó esta historia. Álcese nota de su patrimonio presente. Calcúlese el beneficio. Y murámonos todos de vergüenza ajena. Y ellos, de vergüenza propia.
De eso se ha querido por completo exento Leguina. Y eso ha logrado. Pero ser decente, empecinarse en olvidar lo conveniente que es hacerse rico en política para no desentonar en un mundo de capos delictivos, es algo que un partido no puede perdonar. En Sicilia lo llaman omertà. Y acaba siempre en cadáver.
Un país en su sano juicio moral rendiría homenaje a quien se ha empecinado en ser una excepción al robo. Olvidando que su partido no tolera excepciones.
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