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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Antisemitas en Barcelona

Frente a todos los antisemitas, salvaguardar la existencia de Israel es imperativo moral de un hombre libre

Actualizada 01:30

Llamar a aniquilar una nación equivale a legitimar su genocidio. Acaban de hacerlo, bajo aval y membrete de la Generalidad de Cataluña y del Ayuntamiento de Colau, quienes se enmascaran bajo las siglas BDS: «Movimiento para el boicot, la desinversión y las sanciones contra Israel». Nadie podrá reprocharles ser ambiguos. Tampoco, al Ayuntamiento que promueve, a través de Barcelona en Común, su proyecto: suprimir el hermanamiento entre Tel Aviv y Barcelona. El manifiesto, que firman, entre otros grupos más pintorescos, los sindicatos UGT y Comisiones Obreras, es un refrito de las infamias islamistas contra un Estado democrático –esa rareza en la zona– que lucha por su derecho a existir desde hace tres cuartos de siglo.

Pontifica el BDS que «Israel sólo puede seguir imponiendo» lo que el documento, con desvergüenza obscena, llama «régimen de apartheid», gracias a la «complicidad internacional». Y exige «a los partidos del Ayuntamiento de Barcelona que accedan a romper el hermanamiento con Tel Aviv y a potenciar la solidaridad con el pueblo palestino». Es decir, a romper con la que es hoy una de las ciudades más plurales, abiertas y libres del mundo, para estrechar lazos con las que rigen sanguinarias organizaciones terroristas.

El movimiento BDS nació bajo la fascinación hitleriana que ha sido el peso muerto del Cercano Oriente. La del Bashar Assad sirio que explicaba al Papa cómo los judíos «intentan matar el principio de las religiones con la misma mentalidad con la que traicionaron a Jesucristo y de la misma manera en que intentaron traicionar y matar al profeta Mahoma». La del editorialista del Al-Akhbar egipcio que entonaba su gratitud «a Hitler, de bendita memoria, quien, en nombre de los palestinos, se vengó de antemano contra los más viles criminales de la faz de la tierra; aunque una queja tengamos contra él: que su venganza no fuera suficiente». La inicial consigna de la Liga Árabe era «arrojar a los judíos al mar». El BDS apuesta por estrangularlos comercialmente. Y los firmantes de Barcelona –necios que, en los territorios cuya hermandad reivindican, serían ejecutados como abominables infieles– rinden hoy pleitesía al último rescoldo de aquella judeofobia que la Europa civilizada soñó extinta.

Lo más irónico es que el propio Parlamento catalán había aprobado –a propuesta de Ciudadanos–, hace un par de años, la «condena de cualquier forma de antisemitismo, según la definición internacionalmente reconocida de la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto de 2016». Y esa definición del IHRA enumera las siguientes características del antisemitismo:

«–Denegar a los judíos su derecho a la autodeterminación, por ejemplo, alegando que la existencia de un Estado de Israel es un empeño racista.

–Aplicar un doble rasero al pedir a Israel un comportamiento no esperado ni exigido a ningún otro país democrático.

–Usar los símbolos y las imágenes asociados con el antisemitismo clásico para caracterizar a Israel o a los israelíes.

–Establecer comparaciones entre la política actual de Israel y la de los nazis.

–Considerar a los judíos responsables de las actuaciones del Estado de Israel».

Puntos que se cifran en uno solo, despreciado por Colau, Aragonés y sus fieles: que el antisemitismo, después de Auschwitz, mutó su nombre por el de antisionismo. Y que, frente a todos los antisemitas, salvaguardar la existencia de Israel es imperativo moral de un hombre libre.

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