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19 de abril de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Ante un aniversario

Hablar de plenitud constitucional es un eufemismo piadoso

Actualizada 01:30

Mañana habrán pasado 44 años. No demasiados recuerdan ahora lo que fue vivir sin Constitución. Pero una Constitución no se proclama. Sólo se construye en el tiempo y la costumbre. La España de 1978 salía de un paréntesis dictatorial demasiado largo: no basta un texto normativo para borrar las inercias que eso arrastra. Los cambios institucionales son instrumentos sólo para generar una actitud ciudadana, liberada de la red de automatismos que blinda la eficacia de una dictadura.
Nada hay de extraño en que, a lo largo de su primer decenio, la visión que el votante proyectaba sobre sus líderes fuera un calco de la anterior fe carismática en el mando supremo. Y que, más que en una política, siguiéramos inmersos en esa variedad de teología política que los clásicos juzgaban motor de servidumbre. Y así, la 'fe' que sus devotos depositaban en el carisma de un Felipe González, no era muy diferente a la que antes –y, en buena parte, los mismos– depositaran en la unción del Caudillo. El Amo –fuera cual fuera su nombre– sabía mejor que nadie lo que convenía a los siervos. Y los siervos agradecían sus dones con el mejor ánimo. Era una inercia triste. E inevitable. No se sale de la minoría de edad política por un acto de voluntad instantáneo. La servidumbre voluntaria tienta pesadamente a los humanos. Ser libre exige demasiado esfuerzo.
Pasado este ya casi medio siglo, el balance es ambiguo. El primordial apuntalamiento de la UE hace poco verosímil un retorno a tiempos oscuros, impensables en la Europa actual. Pero el curso de la historia ha ido ensanchando las grietas que el texto del 78 dejaba abiertas. Y dos de ellas exigen hoy ser reparadas. O el edificio constitucional entrará en ruina.
Está, primero, la contradictoria definición del sujeto sobre el cual la Constitución se asienta. Decir que el sujeto constituyente es la nación española e inventar, acto seguido, unas curiosas entidades, a las que, bajo la abusiva denominación de 'nacionalidades', se dota de potestad autodefinitoria –esto es constituyente– fue una brutal paradoja, de la que necesariamente había de derivar el golpe de Estado permanente en el que se ha instalado Cataluña y en el que acabará por instalarse el País Vasco.
Está, luego, la quiebra de la división de poderes, que la ley orgánica del poder judicial impuso en 1985. En violación de lo previsto por el texto del 78, el gobierno de los jueces fue equitativamente repartido entre los partidos políticos. Y el principio conforme al cual «una sociedad que no garantiza la división y autonomía de los poderes no tiene Constitución» fue orillado. Así pereció la ortodoxia constitucional. Gobernó de ese modo el PSOE, gobernó el PP: la aberración pervive, intacta, porque beneficia por igual a quienquiera que gobierne. Y sobre ella ha venido a asentarse ahora la impunidad de futuras sediciones. Que llegarán pronto; en eso hay poca duda.
Las dos grietas hoy se cruzan. El sujeto constituyente está desmigajado. No hay poder judicial independiente. Hablar de plenitud constitucional es un eufemismo piadoso.
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