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28 de marzo de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Amancio tunea la calle Montera

Un ejemplo de cómo un problema que nunca resolvió lo público lo ha solventado sin proponérselo lo privado

Actualizada 11:43

Nada es en blanco y negro. Hoy, por ejemplo, se tiende a pintar a David Cameron como un paquete, lo peor. Se suele olvidar que antes de convertirse en un ludópata de los referendos impulsó un conservadurismo moderno y compasivo, saneó las cuentas públicas y firmó excelentes ejercicios económicos. Uno de los pensadores de los que se sirvió fue el periodista londinense Daniel Finkelstein, de familia judía y nacido en Ucrania. De ideología liberal, mantiene una excelente y serena columna en The Times.
En su última entrega, Finkelstein le recuerda al Partido Laborista que «el socialismo es, en el fondo, un gigantesco error político». «No existe una alternativa sensata y que funcione al intercambio de mercado. No existe una respuesta socialista para la producción de bienes y servicios, o para que la gente pueda trabajar con utilidad, ni para responder a las necesidades básicas. Para lograr todo eso hay que involucrar un esfuerzo privado que responde a incentivos». La mayoría del equipazo frikisocialista que nos gobierna no estará de acuerdo. Sin embargo, Finkelstein acierta, y también cuando concluye: «Durante más de cien años, la alternativa socialista solo ha terminado en miseria y dictadura allá donde ha sido probada».
El capitalismo tiene sus defectos (a mí también me irrita que un tipo que gana cada año el dineral inabarcable de un Jeff Bezos anuncie el despido de 15.000 personas en Amazon, o que Bill Gates esté echando a otros 10.000 en Microsoft). Pero ocurre como con la democracia: por ahora no se ha inventado un sistema que funcione mejor que el libre mercado.
Pensaba en ello atravesando la calle Montera de Madrid, que une la Gran Vía y la Puerta del Sol. Sobre el origen de su nombre hay varias conjeturas. Unos lo atribuyen a que en una ocasión al Rey Sancho IV se le habría caído la montera galopando por esos andurriales. Otros creen que se debe a que antaño se divisaban desde allí unas tierras cuyo relieve parecía conformar los picos de una montera. Algunos lo atribuyen a la leyenda de una belleza apodada «la Montera». En fin, quién sabe... Cuentan que en el XVIII era calle elegante, pero fue perdiendo lustre. Desde comienzos del siglo XX se convirtió en cancha de la prostitución, a la que luego se sumó el trapicheo y a ratos, el carterismo. Se plantó allí una comisaría. Sucesivos gobiernos municipales lanzaron planes para regenerar la zona. Pero a pesar de su enclave privilegiado y del constante tránsito, la calle nunca acababa de sacudirse un aire un poco sórdido. Por eso me ha sorprendido.
Hacía tiempo que no la cruzaba y me llamó la atención su metamorfosis. Se ha convertido en una calle convencional, acorde al pujante centro de Madrid, cada vez más cuidado. ¿Y a qué atiende este milagro? ¿Será por un planazo «social» de doña Manuela, la anterior alcaldesa? ¿Se deberá a un gran «desarrollo público»? No, quien ha arreglado el problema ha sido el capitalismo: una manzana completa ha sido rehabilitada, con un nuevo edificio que en su bajo alberga un enorme outlet de Zara. Unido a un hotelito con una original fachada ajardinada y a algunos comercios y locales de hostelería, se le ha dado un vuelco a la vía. Amancio, sin siquiera proponérselo y probablemente sin saberlo, ha sido quien ha tuneado la Montera.
El fenómeno de la llamada «centrificación» horroriza a la izquierda. Pero lo decadente, lo cutre y el descuido de los espacios públicos no son parques temáticos de lo auténtico, como piensa nuestro regresismo, enamorado la igualación por abajo y la mediocridad compartida. No siento morriña alguna por el tránsito desde las tascas con serrín en el suelo a los bares de alto diseño; o por el paso de las barberías castizas del olor a Floid y la turra futbolera a las femeninas y sofisticadas de hoy; ni por el salto desde la ropa aburrida y escasa de mi niñez al hecho de que el diseño se haya democratizado. Tampoco parece un drama derechista que en los hogares españoles, incluso en los que no leen, haya hoy muchos más libros que en el siglo XX, o que viajar en avión, antaño privilegio de pocos, hoy sea rutina de casi todos.
La izquierda que odia el progreso se hace llamar «progresista». Suprema paradoja. Sacralizan «lo público» y desprecian la liberad de lo privado y el consumo. Viven ajenos a la elemental máxima económica que mueve el mundo y que conoce de manera natural todo tendero: tu gasto es mi ingreso.
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