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25 de abril de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

La realidad no existe, ¡ole, Marisu!

Cuando María Jesús Montero niega enfáticamente haber dicho unas palabras que están grabadas prueba que no se puede hablar de nada con este Gobierno

Actualizada 10:54

Para muchos aficionados, los dos grandes ensayistas ingleses son el tonante filólogo Samuel Johnson, allá el siglo XVIII, y George Orwell en el siglo XX. Me declaro simpatizante de ambos. Alguna vez me he soplado una pinta a la salud de Dr. Johnson –y de su Sancho Panza y biógrafo, el borrachín James Boswell– en el antiquísimo pub Ye Olde Cheshire Cheese de Fleet Street, la que fuera la gran calle de la prensa. En aquella cueva del bebercio se trasiega cerveza desde comienzos del siglo XVI y todavía conservan una mesa en honor a Johnson. Fue el primer gran crítico literario de Shakespeare y poseía un don para las frases redondas, como su socarrona advertencia a los divorciados: «Casarse por segunda vez supone el triunfo de la esperanza sobre la experiencia».
George Orwell, que había nacido en la India británica, se llamaba en realidad Eric Arthur Blair. Como el úrsido Johnson, era inglés hasta el tuétano. Ahora bien, mientras el doctor se dispersa en intrincadas frases barrocas, Orwell es de esos autores que saben que la claridad es la cortesía de la inteligencia y la brevedad, el bastón de las neuronas. Periodista de trasero inquieto, Orwell gustaba de rastrear los restos de la Merry England eterna en los gustos de las clases populares. Le encantaba la subcultura del fish & chips, el fútbol, el pub, el té fuerte y el sentido del deber «aburrido» y sin estridencias. Él tenía mucho de excéntrico, algo que siempre supone un plus en la irónica Inglaterra. Con cara de palo y bigote raro, vestía de manera informal, fumaba como un carretero y hacía gala de un alma libre y a veces contradictoria (por ejemplo, era muy crítico con la iglesia organizada y se declaraba «humanista», pero acudía a los oficios anglicanos y encargó un entierro cristiano).
Orwell pasó de joven por el sarampión del socialismo. Incluso se alistó para combatir en la Guerra Civil española. De ella volvió con el costurón de un tiro que casi lo envía a criar malvas y vacunado para siempre frente al totalitarismo comunista, pues fue testigo de su crueldad. Tres años antes de morir, Orwell comenzó a escribir 1984, su segunda gran denuncia de las dictaduras tras Rebelión en la granja, donde hacía trizas al comunismo. Ambos libros deberían ser obligatorios en las escuelas (y más en las de la España de hoy). La novela vio la luz en 1949 y Orwell se murió de tuberculosis en enero del año siguiente, con solo 46 años.
Orwell poseía dos dones que lo hacen excepcional: una gran visión para radiografiar de manera sencilla problemas complejos y una honestidad a prueba de bombas. Era capaz de sacudirse sus fijaciones ideológicas si percibía que abofeteaban la verdad, algo que hoy ya no se estila (basta con ver las redes sociales). Resulta asombroso que escribiendo su 1984 en una ignota isla de las Hébridas escocesas, y componiendo la obra entre 1947 y 1948, fuese capaz de anticipar el alma de la manipulación política del siglo XXI.
En 1984 gobierna un dictador llamado Gran Hermano y existe un Partido Único, que dicta la única ideología correcta y aceptable. El Gobierno ha creado una «neolengua». Existe un Ministerio de la Verdad, que reescribe la historia acorde al gusto y necesidades del Partido Único. Si el Partido lo demanda, toca sostener que el blanco es negro y viceversa. La propaganda es constante. La verdad en puridad ya no existe, pues la define en cada momento el Gran Hermano. Los que piensan diferente son vigilados y perseguidos. La ciudadanía soporta una propaganda perenne y asfixiante.
Esta semana han dado que hablar unas delatoras declaraciones de la ministra de Hacienda, la socialista María Jesús Montero, Marisu para los amigos. Se le calentó la boca en un mitin y desnudó la sociedad que está dejándonos el sanchismo, al afirmar que las pensiones sirven para que los jubilados cubran las necesidades básicas de hijos y nietos. «Las abuelas y abuelos no quieren las pensiones para ellos», llegó a decir. Preguntada en un corrillo por esas declaraciones, que están grabadas y han sido reproducidas en los medios no oficialistas, negó en redondo haberlas pronunciado: «Perdonen, es que yo eso no lo he dicho. Yo he dicho lo que he dicho». Se llama mentir sin pestañear.
Es decir: vivimos ya en la distopía de Orwell, con todos los tics que anticipaba 1984 hechos realidad en nuestro Gobierno. La verdad objetiva no existe, con lo cual es imposible ponerse de acuerdo en nada con este Gobierno. La historia se reescribe acorde a la ideología del poder. La propaganda es atosigante. La izquierda que nos gobierna ha inventado una «neolengua», con una jerga que por ejemplo llama «derechos» a auténticas burradas contra el sentido común. Se promueve el culto al Gran Hermano Sánchez, que hasta ha grabado un reality en la Moncloa a su mayor gloria. Y, por supuesto, se señala a quienes discrepan de la ideología obligatoria, el izquierdismo «progresista», tachándolos de parias retrógrados de «ultraderecha».
Alucinante el ojo del viejo Orwell, que vio venir todo esto en sus veladas de viento y lluvias en las Hébridas, mientras lo iba comiendo la tuberculosis en los días duros de la posguerra.
Las dos afrentas capitales del sanchismo han sido vender a España en el mostrador de los separatistas y adoptar la mentira como una práctica homologable en política.
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