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26 de abril de 2024

Pecados capitalesMayte Alcaraz

Nos la jugamos

Feijóo debe aspirar a un proyecto de España un poco más rico que la tecnocracia de Rajoy, pero nunca podrá hacerlo si no consigue que Pedro Sánchez sienta pasado mañana que la historia de una gran nación le sopla en la nuca

Actualizada 01:30

Konrad Adenauer dijo sabiamente que en política lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno. España comienza el domingo su particular cuenta atrás para demostrar que además de tener razón en su búsqueda de una puerta de emergencia para salir del marasmo moral del sanchismo, los españoles se la dan; para demostrarse que el séptimo presidente de la democracia no es una condena a cadena perpetua; para demostrarse, en fin, que todavía hay esperanza.
Mi formación, mi juventud, la universidad, la primera madurez, los viví en democracia. Crecí con la sonrisa cautivadora de Felipe, con su chaqueta de pana, con sus escándalos de corrupción, con los cafelitos de Juan Guerra, con el pacifismo impostado en las aulas contra Aznar, con las primeras tertulias donde tirarse a la cabeza a Bush, a Rato, a Pujol, donde medir quién tenía más larga la agenda social, la sanidad, la educación, la dependencia. Viví la crisis de 2008, el paro de mis amigos, la precariedad de mi profesión, los hombres de negro, las preferentes, las pensiones que alimentaban a familias enteras, los sindicatos sobrealimentados de langostinos, la corrupción del PP, el trinque del PSOE, el nacionalismo felón, los etarras matando, un vuelco electoral tras el asesinato de 193 inocentes en unos trenes de Madrid. Sin embargo, nunca como ahora España había tenido en sus propias entrañas una fuerza tan disolvente –como débil electoralmente– que hasta podría matarla: el sanchismo.
Dentro de 48 horas, ese régimen que en nada tiene que ver con la socialdemocracia que ha gobernado nuestro país durante 26 años, podrá convertirse en un siniestro paréntesis en la historia de España o resistir hasta la batalla final de diciembre próximo, jugándoselo todo a una sola carta. Cada papeleta que entra en una urna responde a factores tan heterogéneos que es difícil atribuir su naturaleza a una razón determinada. A Page habrá quien lo vote por marcar distancias con su jefe y habrá quien lo penalice por incongruente, poniéndose estupendo en los mítines y votando lanarmente en el Congreso todos los despropósitos de Sánchez y habrá alcaldes a los que se les castigará más por un atasco que por Otegi. El ser humano es así.
Hasta el 1 de junio de 2018 España tenía un Gobierno y un presidente parecido a Don Tancredo, que leía el Marca, que miraba con pereza a los asamblearios adanistas del 15-M, que había rendido los brazos ante un ministro de Hacienda de prácticas socialdemócratas, que había renunciado a luchar contra la pretendida superioridad de la izquierda abriendo el camino a la eclosión de un partido a su derecha, que había descuidado la labor «in vigilando» de sus compañeros corruptos, franqueando el camino a un grupo de ciudadanos, encabezados por un guaperas catalán, que acabaría por comerle la tostada por el ala centrista. Pero Tancredo Rajoy era decente, gobernaba como y para los adultos y, equivocado o no, amaba a su país. Desde la moción de censura que lo cambió a él por un bolso de vicepresidenta, la mentira, la división, el cainismo, el enfrentamiento, la traición a los fundamentos éticos de una nación, la colonización de nuestras instituciones y la entrega a los enemigos confesos de España han prendido sin remedio en nuestra vida colectiva.
En las urnas está la primera cataplasma que se puede poner a nuestro patológico presente. Feijóo debe aspirar a un proyecto de España un poco más rico que la tecnocracia de Rajoy, pero nunca podrá hacerlo si no consigue que Pedro Sánchez sienta pasado mañana que la historia de una gran nación le sopla en la nuca. El Sumo Líder de Moncloa es un buen político, en el peor sentido de la palabra: resistente, correoso y capaz de vender a su madre (con la patria y los votos por correo ya lo ha intentado) a cambio de mantenerse en el poder. Como decía Maquiavelo, las virtudes políticas son a veces muy diferentes de las virtudes morales. Ese es Sánchez y de él va lo del domingo.
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