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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Lampedusa / Von der Leyen

No existe ya línea fronteriza que pertenezca a un solo país de la UE. Cada frontera es todas las fronteras

Actualizada 01:30

En el censo más reciente que he conseguido consultar, fechado el 31 de diciembre de 2021, la isla de Lampedusa contabilizaba seis mil cuatrocientos sesenta y dos habitantes. En casi siete mil cifran las autoridades italianas los inmigrantes africanos que, traídos por las más precarias embarcaciones, desembarcaron la semana pasada en ese territorio rocoso de 20,2 kilómetros cuadrados que hace frente a la costa de Túnez. Descargados en sus playas por traficantes de carne humana que cobran a cada «viajero» en torno a 1.500 euros por ser apilado como ganado en decrépitos cascarones de nuez cuya probabilidad de éxito no es mucho más alta que la de naufragio. Mercaderes de muerte. Monstruos que, indistintamente, comercian con humanos, con drogas, con armas.

Lo primera con lo que toparon ayer, al llegar a Lampedusa, la presidenta de la Comisión Europea y la primera ministra italiana fue con una concentración de quejosos isleños. Las autoridades de Lampedusa han declarado un «estado de emergencia» que, tal vez, a los ojos de la bien acomodada von der Leyen y de su muy conservadora clientela centroeuropea pueda resultar odiosamente racista.

Es fácil maldecir la falta de cariño local frente a los desdichados que allí tocan tierra. Es muy fácil, sobre todo, cuando se viene de una morada palaciega y se hunden raíces en una de aquellas aristocráticas y adineradas familias que forjaron su hegemonía en Bremen al calor del comercio textil durante el siglo XIX. Resulta hasta elegante arrugar la nariz en un mohín de asco ante la descortesía de esos

toscos campesinos del sur de Italia, que no entienden por qué tales tasas de dolor y de miseria subsaharianas no han asentado sus campamentos en ninguno de los pulcros salones y jardines de doña Ursula. O de sus colegas parlamentarios europeos. O de sus electores alemanes. Ciertamente, esos malcarados sureños, que con tan poca simpatía acogieron ayer a la señora presidenta de la Comisión Europea, debían ser sólo una marginal banda de añorantes mussolinianos. No merecen más que su desprecio.

En la deriva de masivas migraciones con que se ha abierto el siglo XXI, la mayor fragilidad de la Unión Europea viene de aquella incomprensible decisión fundacional de dejar las fronteras externas bajo el control –y, por tanto, la responsabilidad– de cada uno de los países de la Unión. Una medida por completo incompatible con la desaparición de las fronteras internas en Europa. Si traspasar una frontera europea supone, de hecho, haberlas traspasado todas, no existe ya línea fronteriza que pertenezca a un solo país de la UE. Cada frontera es todas las fronteras. Y sólo a Bruselas puede competer que esa descomunal apuesta funcione. De no ser así, de seguir siendo cada puerto de arribada un asunto local, Europa será sólo un nombre, al servicio del confort de las rancias castas de las que es digna retoña doña Ursula von der Leyen.

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