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06 de mayo de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Kate y la fragilidad

La más constante y falaz fantasía del ser humano es olvidarnos de nuestra radical provisionalidad

Actualizada 10:06

Mientras docenas de niños mueren cada día de manera lacerante –y a otros no los dejan ni nacer–, el mundo recibe consternado la noticia de que la Princesa de Gales, de 42 años, se enfrenta a un cáncer, esa palabra... Es una enfermedad que todavía conjura los pensamientos más funestos, aún siendo frecuente y teniendo cada vez mejor pronóstico.
Kate Middleton parecía tenerlo todo. Es la protagonista de un cuento de hadas. La plebeya –hija de unos auxiliares de vuelo que más tarde montaron una empresa para organizar fiestas– que conquistó en la universidad escocesa de St. Andrews el corazón de un príncipe (los tabloides de Fleet Street de colmillo más afilado llegaron a cotorrear que sus padres la matricularon allí con ese preciso objetivo).
Más tarde la chica se ganó al pueblo británico con su saber estar y su encanto reservado. Esta princesa de mejillas sonrosadas, sonrisa grata y una guapura espigada, un poco campestre y deportiva, siempre se encarama en la zona alta de las encuestas de valoración de la familia real, The Firm, como la apodaba el difunto príncipe Felipe. Kate Middleton es además, por supuesto, la madre aparentemente feliz de tres hijos (de diez, ocho y cinco años). Nadie asociaba a esa encarnación del triunfo tranquilo con la enfermedad. No figuraba en los planes. Tampoco en los de su suegro, que tras llegar ya anciano a su esperadísima meta, el trono, se ha visto también atropellado por el cáncer.
Pero todos somos irremediablemente frágiles, sea cual sea nuestro lugar en el escalafón social, y además no conocemos nuestra hora. Por eso la más constante y falaz fantasía del ser humano consiste en olvidar nuestra radical provisionalidad, tratar de ignorar el «polvo eres y al polvo volverás», el castigo con que arranca el Génesis. Nadie se lleva al otro lado sus laureles, sus dineros y sus seguidores en las redes sociales, como advierte sin dejarse engañar el Qoheleth, el clarividente autor del Eclesiastés bíblico: «Reflexioné sobre todas las obras de mis manos, consideré lo que me había costado hacerlas y concluí que todo es vanidad y tratar de cazar el viento».
Esa verdad implacable ha invitado desde siempre a pensar que la meta del ser humano ha de ser de índole extracorpórea. Pues si concluimos que no hay nada tras la caída del telón estamos aceptando que solo somos un bichito absurdo, que corre ignorante hacia una nada aterradora, entreteniéndose en quehaceres que pueden parecen apasionantes, cruciales… pero que al final se desvanecerán sin huella en cuanto se apague la luz. Solo Dios ofrece una alternativa con sentido y una esperanza. Por eso el enigmático autor del poético y lúcido Eclesiastés concluye: «Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque en esto consiste ser hombre». O por eso en nuestros días el poeta y músico Nick Cave pide conmovido en sus salmos: «Señor, ten piedad de mí y llévame a casa».
Para no caer en la sima de miedo paralizante que supondría mirar a la muerte de frente necesitamos distraernos. Procuramos no pensar jamás en el final que nos aguarda más rápido de lo que creíamos, que es la vejez –si tenemos la fortuna de llegar a ella–, la decrepitud, las enfermedades y el adiós. Los velatorios son cada vez más concisos y casi siempre con el féretro cerrado, para no encarar la realidad del fin, una verdad cada vez más escondida. La cirugía y los pinchazos libran una carrera contra la erosión del tiempo. Los mega-ultra-archi ricos de los monopolios digitales invierten en investigaciones sobre cómo prolongar la vida al máximo, hasta edades hoy inimaginables. Musk ya coloca implantes en los cerebros humanos para ampliar su potencia (abriendo la puerta a un futuro aterrador, pues quién no acepte esos injertos tecnológicos será menos competitivo y además los ricos dispondrán de mejores amplificadores mentales que los pobres, poniendo así fin a la lotería de la cuna en el reparto de la inteligencia).
Pero ninguno de esos avances, parches y placebos cambian lo esencial: seguimos siendo, en todo momento y por mucha fiesta hedonista que montemos, como aquel atormentado caballero cruzado de la película de Bergman que disputaba una angustiosa partida de ajedrez con la muerte.
El zángano, borrachín, ludópata y putañero James Boswell, abogado y pequeño aristócrata escocés, fue también un cordial hombre de mundo, un agudo observador y el autor contra todo pronóstico de la que para muchos es la mejor biografía cultural que se ha escrito, Vida del Dr. Johnson. En uno de sus pasajes, Boswell hace el siguiente apunte para tirarle de la lengua a su mentor Johnson: «Hay, Sir, me temo, mucha gente sin ningún tipo de religión». Otro contertulio tercia y replica: «Y mucha de ella es gente sensata». Y ahí, por supuesto, entra en tromba el pío Samuel Johnson: «En ese aspecto, gente nada sensata, Sir. Si uno vive en la absoluta negación de tan importante materia tiene que presentar alguna forma de estupidez moral o natural». Con todo el respeto a todo el mundo, porque la fe no es un regalo universal, me temo que estoy bastante de acuerdo con la respuesta de aquel gran polígrafo de modales úrsidos. Y es que como decía el gran Chesterton, «si no existiese Dios no podrían existir los ateos».
Comienza la Semana Santa y volverá a resaltarse que del más infinito dolor, el de la Cruz, brota la única esperanza para el ser humano. Porque a la hora de la verdad, el resto «solo son caralladas», como dirían antaño mis abuelos.
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