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03 de mayo de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Lo de Carlos Herrera, el fútbol y Pedro Sánchez

La Federación de Fútbol es otro chiringuito de Sánchez, como la Fiscalía, el CIS o el Constitucional

Actualizada 01:30

Carlos Herrera ha cometido la temeridad de anunciar que se presenta a las elecciones a la Real Federación Española de Fútbol, un puesto que necesita tanto como el de jugadora de la selección brasileña de vóley playa, el de primera bailarina del Bolshoi o el miembro del claustro de la «cátedra» de Begoña Gómez.
Que lo intente sin necesitarlo, en un país donde casi nadie hace nada sin pensar primero en sus intereses y beneficios, ya debería darle la victoria: no andamos sobrados de tipos que se presentan a algo para mejorarlo, y el mejor ejemplo de ello es y será Pedro Sánchez, que ha convertido el poder en un fin en sí mismo y no en un medio para nada, como el famoso tesoro del Gollum en la saga de Tolkien.
Al fútbol le pasa lo que decía Woody Allen del sexo sin amor: «Es una experiencia vacía, pero como experiencia vacía es la mejor». También es un poderoso negocio, como demuestra la catadura de los personajes que lo dirigen desde que el meteorito acabara con los brontosaurios, salidos todos de un remake casposo de La parada de los monstruos de Tod Browning.
Allí hay mujeres barbudas sin barba, como Rubiales, con ese disfraz de víctima que les permite cometer las peores fechorías en nombre de un deporte único, edificado sobre equipos que definen nuestra identidad mejor que una ideología, una confesión, un periódico o, en estos tiempos de penumbras, hasta del género: de todo ello podremos renegar, pero siempre seremos del Madrid, del Celta o del Betis.
Y con esa mercancía sentimental tan delicada han organizado un negocio privado resumido en las andanzas de Rubiales, los pelotazos de Piqué, las complicidades del tal Rocha y los silencios de Sánchez, hoy interesado en que se corra un tupido velo y ganen los mismos de siempre, con otra careta, no sea que al final todos ellos aparezcan en el mismo camino, digamos en Punta Cana, sorprendente destino colectivo.
El sociólogo Daniel Bell, un curioso personaje que se definía a sí mismo como un liberal en política, un conservador en cultura y un socialdemócrata en economía y combatió desde las páginas de Fortune el comunismo y el capitalismo salvaje; dedicó algunas de sus mejores reflexiones a teorizar sobre las «clases enclavadas».
Una especie de élite hereditaria que cuidaba más los intereses de su parroquia que los colectivos, aunque ejercía en nombre de los últimos. La lamentable subordinación de la democracia a la estructura piramidal de los partidos, organizados con un Tarzán al frente y sinfín de porteadores por debajo diciendo «Sí, bwana», es el mejor ejemplo de ello.
Pero al menos permite un escrutinio público, siquiera a modo de desahogo, que no existe en otras estructuras de poder dependientes del voto cautivo de una especie de claustro, donde es sencillo identificar las expectativas del votante y satisfacerlas con promoción, dinero, vanidad o todo ello junto.
Las Universidades pertenecen a ese sector que denigra la democracia en nombre de ella, con rectores escogidos por un reducido grupo de catedráticos cuyo voto decanta la balanza al ostentar una representación cualificada decisiva.
Y las Federaciones son el otro. Carlos Herrera agita, cuando menos, ese avispero de opacidad, clientelismo y apaño, lo que en sí mismo ya es una aportación impagable al imprescindible debate sobre cómo perfeccionar la democracia para liberarla de sus captores y un incentivo para que, en general, irrumpan «outsiders» capaces de alterar el ecosistema cerrado presente en esta variante del despotismo nada ilustrado.
O si prefieren verlo de otra manera más sencilla, basta con preguntarse si el fútbol español puede empezar a parecerse un poco más a sus aficionados o va a ser como el RTVE, el Constitucional, la Abogacía del Estado, el CIS y todo lo que se menea: otro chiringuito de Sánchez, otra cátedra falsa de Begoña y otro lupanar de Koldo, con el tal Rocha haciendo de marioneta para que los mismos de siempre muevan los hilos y se deshueven entre bambalinas.
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