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05 de mayo de 2024

Pecados capitalesMayte Alcaraz

Lo que va de Urdangarín a Begoña

Ninguna cónyuge de ningún presidente se aprovechó jamás de su cercanía a Moncloa para llenar los bolsillos de terceros

Actualizada 01:30

Ya no nos acordamos, pero hace ahora cinco años y diez meses el yerno de un Rey fue a la cárcel por «prevalerse de su posición familiar para inducir a una autoridad o a un funcionario a adoptar una resolución en beneficio propio o de un tercero». Es decir, por cometer un delito de tráfico de influencias, tal y como lo define la legislación penal. Su caso demostró que la vinculación familiar de una persona con la Jefatura del Estado no alteraba, en absoluto, la aplicación de la ley cuando hay materia probatoria. A todos los que cacarearon durante años que nunca un miembro de la familia del Rey iría a la cárcel, supongo que el lustro que ha estado el exmarido de la Infanta Cristina entre la trena y libertad condicional les habrá hecho reflexionar. O no.
Iñaki Urdangarín Liebaert no era una lumbrera, carecía de oficio y buscó el beneficio amparado en su libro de familia. Con el caso Nóos se juzgó toda una época y, en alguna medida, marcó la salida de Don Juan Carlos del trono. Fallaron los controles –si es que los hubo– y un buscavidas, imbuido de una posición institucional que le vino grande y deslumbrado por la cultura del pelotazo tan del momento, se llenó los bolsillos de dinero público, facilitado por políticos deseosos de agradar al poder. Su comportamiento, apoyado en un espabilado llamado Diego Torres, sirvió de munición para la izquierda, dispuesta siempre a mandar a la guillotina a la Monarquía. Solo el comportamiento ejemplar y el sentido del deber del Felipe VI ha logrado reconducir la situación. Y eso que maldita la ayuda que le presta el presidente del Gobierno actual.
Esta semana ha terminado definitivamente su condena el exmarido de la Infanta Cristina. Ha pagado y está libre. Por tanto, no cabe hacer más reproche a quien ha cumplido con su responsabilidad. Eso sí, es reseñable que, desde que pasó a la condición de exseñora de Urdangarin, la hija menor del Rey Juan Carlos parece haberse reencontrado con sus padres y su participación en la vida pública es una buena noticia, sobre todo tras verse arrastrada también ante el banquillo en aquel turbión de justicia populista que la arrasó, en parte por su propia inhibición, impropia de su situación institucional.
Y el destino siempre se solaza con los caprichos de la simetría. Hoy vivimos un caso con cierto tufillo al de Urdangarín que, sin embargo, no está siendo tratado de la misma manera. Si entonces la justicia fue permeable al populismo y a la agitación, con un juez al frente que terminó de candidato de Sumar el 23 de julio pasado, ahora, ni siquiera administrativamente, el Gobierno ha permitido que los españoles sepamos si la esposa de Pedro Sánchez ha cometido actos feos, muy feos, como las pruebas parecen indicar. Begoña Gómez y su marido tan solo responden con el silencio o el insulto cuando se les pregunta por una verdad incontrovertible: a ella le crearon una cátedra de juguete para captar fondos públicos y privados, dinero del erario que finalmente llegó a los destinatarios gracias a los «buenos oficios» de la consorte presidencial. En el caso de la inquilina de Moncloa, también hubo un espabilado como el Diego Torres de Urdangarín: se llama Carlos Barrabés, con el que entabló una amistad, muy provechosa para él.
No sé si fue ilegal o no, pero estética y éticamente el expediente de Gómez es sonrojante. Un familiar del jefe del Ejecutivo mandando cartas de recomendación para alzaprimar a varios oportunistas. Ninguna cónyuge de ningún presidente se aprovechó jamás de su cercanía a Moncloa para llenar los bolsillos de terceros. Es más, es que ni a Amparo Illana, ni a Pilar Ibáñez, ni a Carmen Romero, ni a Ana Botella, ni a Sonsoles Espinosa, ni a Elvira Fernández se les pasó siquiera por la cabeza desarrollar una actividad privada tan vinculada a las decisiones de su cónyuge. A Begoña, sí; en un claro paralelismo con Iñaki, la consorte se escondió tras una cátedra sin ánimo de lucro (como el instituto Nóos), pero lucro hubo. Y mucho. Aunque no fuera directamente para ella.
Con Urdangarin se aplicó una suerte de inquisición y un juicio paralelo abominable, que quería ser empático con la indignación social aumentando la visceralidad popular. Con Begoña Gómez, cuyo concurso no es muy diferente, ni la Oficina de Conflictos de Intereses –¿de quién depende?– ha permitido que se la investigue. Y cuando se pregunta al presidente suelta a un Óscar Puente, a modo de rabotazo, para que arremeta contra el mensajero. ¿Por qué ahora callan los que tanto ladraron contra Iñaki? ¿No iba esto de regenerar la democracia?
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