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17 de junio de 2024

Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

El político farsante

No es cierto que carezca de un proyecto y solo persiga mantenerse en el poder a toda costa. Pero el proyecto es acaso lo peor de su política

Actualizada 01:30

No existe quizá actividad humana que como la política reciba valoraciones tan distintas y aun opuestas. Y es natural, ya que existen dos tipos o formas de ejercerla que se pueden diferenciar mediante los siguientes rasgos.

La distinción entre una política noble y otra corrupta se encuentra ya en Platón mediante su distinción entre la política socrática y la sofística. Para Sócrates, la verdadera política busca la realización de la justicia y la formación del ciudadano, y constituye la ocupación humana más elevada. El buen político, es decir, el filósofo, hace mejores a los hombres. Los sofistas la entienden como el arte de conquistar el poder y conservarlo. El criterio de su calidad es el éxito, la eficacia. Su instrumento, el halago y la mentira. Toda realidad humana posee su virtud y su corrupción.

De ahí parte la distinción entre la política como virtud que busca el bien común y la política como farsa y engaño. O entre el ideal y la realidad. Por eso se llama «realismo» al análisis de la política tal como es, y no como debería ser. Se atribuye esta actitud, de modo discutible, a Maquiavelo. Así se ha llegado a considerar el maquiavelismo como la actitud que libera a la política de cualquier consideración o limitación moral. El príncipe ha de tener la fuerza del león y la astucia de la zorra. La moral es solo un instrumento al servicio de la razón de Estado.

La virtud se convierte en un estorbo para el político. Su única «virtud» es el mantenimiento del poder. Para ello cualquier procedimiento es «lícito» y muy especialmente el arte de la mentira. El político se convierte así en mentiroso y su auténtico programa político es la mentira. Por eso tantos políticos mienten hasta el punto de hacer que la mentira sea algo consustancial a la vida pública. Ya no se trata de buscar el bien común (cada día se habla menos de él y se utiliza, si acaso, la muy diferente expresión de «interés general»), sino el interés de la ideología o el del propio del gobernante y sus secuaces.

El tipo humano del político se aproxima más al hombre de acción que al intelectual. Pero no hay gran político que no posea una fuerte inclinación intelectual. Primero, porque para serlo ha de tener una idea clara de lo que hay que hacer desde el Estado, y esta idea no puede ser la pura decisión o ciega voluntad. Además, grandes políticos como César, Cicerón o Napoleón fueron, además, al menos en parte, intelectuales. Podemos estar seguros de que un político alérgico a las obras de la inteligencia es, en el mejor de los casos, un aventurero o un oportunista inmoral.

Uno de los criterios de distinción decisivos es la preocupación por el bien común y el desprecio del interés particular. El político genial suele encontrar una solución audaz a los problemas fundamentales de una nación y alcanzar la concordia cuando ha dejado de existir. Por ejemplo, ante la terrible división suscitada en Francia entre revolucionarios y reaccionarios, Mirabeau defendió la monarquía constitucional. O la Transición española. La discordia es el fruto de la política inmoral. Rasgos del buen político son también el conocimiento de la historia y el amor a su patria.

Estas reflexiones pueden facilitar el diagnóstico de la política vigente en España y del presidente de su Gobierno. No cabe duda de su excelencia sofística. Como artista de la obtención y conservación del poder su calificación es elevadísima. Con Sócrates solo tiene en común la condición humana. Sus relaciones con la mentira son proverbiales y con la virtud inexistentes. Discordia e interés particular son consecuencias naturales de su acción. De su vocación intelectual dan buena cuenta sus hazañas académicas y literarias. Sin embargo, no es cierto que carezca de un proyecto y solo persiga mantenerse en el poder a toda costa. Pero el proyecto es acaso lo peor de su política. Leopoldo-Eulogio Palacios, en su libro La prudencia política, distingue entre la prudencia política verdadera y la falsa. «El político virtuoso tiene una prudencia verdadera; el político farsante posee únicamente un simulacro de prudencia». Padecemos una inmensa farsa política.

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