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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

En Sudáfrica con Manolo el del Bombo

Era un viva la fiesta un poco destalentado, que recibió varias cornadas de la vida, pero nunca perdió su sonrisa y su fervor por España

Actualizada 13:00

Me entero con pena de que se ha muerto a los 76 años, en un hospital de Villarreal, Manuel Cáceres Artesero, que al parecer llevaba ya un tiempo pocho. Ese nombre no nos dice nada. Pero todo cambia cuando citamos al personaje en que se inventó a golpe de tesón: Manolo el del Bombo, el incombustible animador de la selección española, probablemente el hincha más famoso del planeta.

Con su bombo, su boina gigante y su camiseta o chándal rojigualdas, el vitalista Manolo comenzó a animar a España en 1979, en un partido menor contra Chipre. Y ya no paró. Se fundió la pasta que iba ganando con sus bares para estar presente en diez Mundiales y otras tantas Eurocopas. Aunque se encontraba ya bastante desmejorado, pues había pasado por siete operaciones de corazón, un divorcio y el cierre de su bar-museo de Valencia por el covid, el bombo todavía sonó el pasado marzo en un amistoso en Mestalla. Allí recibió por última vez el cariño del público, que nunca le faltó. Nacido en un pueblo manchego, criado en Huesca y vecino al final de Valencia, era un español de todas partes, amigo a las claras de su país. Por eso caía bien allá donde iba.

La muerte de este personaje me trae recuerdos de hace quince años en Sudáfrica. Tuve la oportunidad de cubrir la semifinal y la final del Mundial junto a Rubén Ventureira y Xurxo Fernández, compañeros de La Voz de Galicia y finos gacetilleros, y por avatares del destino nos vimos metidos en la más curiosa de las situaciones: nos tocó viajar y hospedarnos con una comitiva de familiares de las estrellas de la selección, en la que también figuraban el médico del equipo, Carlos, que había sido Pichichi de mozo; el hincha del Bombo y un señor muy mayor vestido de cordobés-españolazo, una suerte de competidor a la andaluza de Manolo, que lo contemplaba con cierta rivalidad displicente.

En la noche de la semifinal de Durban contra Alemania, a orillas del Índico, se sentaba detrás de nosotros el ex futbolista Perico Alonso, que había jugado el fallido Mundial de Naranjito y seguía muy serio y pacífico las evoluciones en la cancha de su elegante hijo Xabi. Pero dos gradas más arriba se ubicaba el huracán Manolo, que no es necesario decir que nos puso la cabeza como un bombo con el estruendo de su instrumento. Metía más bulla él solo que todo un batallón de hinchas cerveceros teutones. Sufrimos lo nuestro en aquel partido contra unos germanos grandes como armarios. Pero en el minuto 73, el tarzán Carlos Puyol golpeó el balón con todos sus rulos a la salida de un córner y nos metió de cabeza –literalmente– en la final.

¡Qué momento! En cuanto acabamos de enviar nuestras crónicas, aparcamos por un instante la profesionalidad para brindar eufóricos con unos tanques de Budweiser. Después salimos escopeteados del flamante estadio para tomar el avión a Johannesburgo. Al verse reconocido, rodeado y aplaudido por nuestros aficionados, Manolo no pudo renunciar a pegarse su preceptivo baño de masas… y perdió el vuelo. Aún así, el día de la final ya andaba por allí dando el coñazo con su fogosa sintonía. Era un viva la fiesta un poco destalentado, que recibió varias cornadas de la vida, algunas ganadas a pulso. Pero nunca perdió una sonrisa blindada contra las calamidades y su fervor por España.

Durante una semana larga convivimos en Sudáfrica con los familiares de nuestras estrellas. Viajamos juntos desde Sun City, que resultó un lugar venido a menos y bastante mustio, hasta la gloria de la finalísima. Allí entendías que nos ponemos demasiado estupendos cuando aguardamos sesudas reflexiones por parte de los futbolistas. La mayoría de su parentela eran personas muy sencillas, y también majas. Aunque no faltaba algún notorio gañán. En Johannesburgo nos llevaron de excursión a Soweto, donde un guía nos iba mostrando algunos de los lugares emblemáticos de la emocionante lucha de Mandela contra la peste del racismo. A la tercera parada, un hermano de un espigado ariete del combo de Del Bosque nos hizo pasar un sonrojo épico al exclamar a todo pulmón: «Tanto Mandela y tanta leche. ¡Ya está bien, coño! ¡Hemos venido hasta aquí a ver fútbol!». El guía flipaba.

Otros, en cambio, resultaron encantadores, como el padre del delantero asturiano Villa, un antiguo picador de mina que guardaba un curioso parecido con Súper Mario Bros y se mostraba cariñoso y protector con todos nosotros. También eran amables, y más educados que la media, los hermanos gafapasta de Xavi Hernández, que poco tenían que ver con el soniquete un poco gili que suele gastar el gran arquitecto del tiki-taka.

En la noche de la final hacía un frío que pelaba, en contra de lo que sugería Shakira bailando su Waka Waka preliminar. A Mandela, que moriría tres años después, lo sacaron al palco protegido por un gorro ruso. El partido resultó duro, porque los holandeses daban más leña que Óscar Puente. Cuando el formidable Iniesta resolvió aquello sentí una mezcla de justicia poética, alegría explosiva y orgullo de ser español. El paraíso futbolero. Después de aquel cénit, mi interés por el fútbol comenzó a decaer y hoy ya apenas lo sigo.

No vimos a Manolo en la noche alegre de Johannesburgo, ni nunca más. Pero imagino que reventaría el bombo a mazazos, extraviaría su chapela en alguna farra y viviría la velada de su vida. A estas horas ya estará disfrutando en el cielo al que van los tarambanas de buen corazón.

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