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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El chonismo frente a la tradición y la belleza

Si consideramos que algo es muy importante resulta lógico que lo presentemos de la manera más exquisita posible, acorde a la grandeza que le suponemos

Actualizada 10:08

En un mundo donde todo se ve y todo se comenta, no ha pasado desapercibido el pequeño detalle de Díaz y Montero haciéndose un selfi en la zona de autoridades del funeral del Papa Francisco. De manera irreprimible emergió la esencia choni. Las dos vicepresidentas que nos representaban allí mutaron en Yoli y Marisu, prestas a hacer el gañán como dos adolescentes que no veían el instante de fardar en sus guasaps y en su Instagram (o igual lo subieron a TikTok, quién sabe…). Pero bueno, consolémonos pensando que por lo menos no se presentaron en chándal y con zapato de tacón, que no era del todo descartable.

En nombre de una presunta cercanía, muchas autoridades han renunciado en los últimos tiempos a la observancia protocolaria que se presupone a sus cargos. Y es un error, sobre todo cuando las instituciones a las que representan están fuertemente enraizadas en la historia.

Los creyentes consideramos que lo realmente importante, lo trascendente de todo lo que hemos visto estos días en Roma, era que la cristiandad despide al vicario de Cristo en la tierra, lo honra y reza por el descanso eterno de su alma. Pero es indiscutible que la magnificente arquitectura vaticana, la calidad inconmensurable de las obras de arte que allí se albergan y el respeto a los protocolos y a la liturgia ancestral de la Iglesia ensalzan la solemnidad del momento de un modo majestuoso.

El 18 de abril de 1506, el Papa Julio II puso la primera piedra de lo que sería la futura Basílica de San Pedro, una losa de mármol a siete metros de profundidad. La obra no se inauguró hasta finales de 1626. La actual basílica, el mayor templo cristiano del mundo, fue la labor de veinte pontificados y contó con la contribución de artistas tan eminentes como Miguel Ángel, que diseñó su enorme cúpula, o Gian Lorenzo Bernini, que ideó la plaza de San Pedro y buena parte del diseño del interior de la basílica, incluido su admirado y sinuoso baldaquino. ¿No aporta un plus de encanto maravilloso al cónclave el hecho de que los cardenales deliberen y voten bajo los celestiales frescos que pintó el genio Buonarroti? ¿Sería lo mismo ese ceremonial en algún hórrido edificio de congresos setentero? ¿Preferiríamos que se sustituyese la fumata ancestral por una cómoda pantalla gigante en San Pedro comunicando al instante el resultado de las votaciones? Pues claro que no.

La Iglesia, las monarquías, las grandes instituciones políticas y culturales de los países, reciben parte de su crédito del hecho de que están imbricadas en la tradición y la encarnan. Poseen una solera, una categoría, y hacen gala de un exquisito protocolo que les da lustre y prestigio (lo sabía muy bien, por ejemplo, Isabel II de Inglaterra).

Corren vientos «progresistas». Políticos comportándose como makokis de arrabal. Monarcas en chancletas. Galpones de hórrida arquitectura minimalista donde se han tenido que ubicar muchas parroquias y curas de sport. Vicepresidentas sobonas de sus interlocutores. Presidentes impuntuales en todos sus actos y que tienen a gala los desplantes a su superior jerárquico, el jefe del Estado. Políticos bravucones y lenguaraces que escupen epítetos faltones en mítines y tuits… Todo eso, que algunos consideran «moderno», o «una necesaria actualización», será observado en un futuro lejano y mejor como un rapto momentáneo de enajenación hortera.

Frente la crecida del chonismo cabe enarbolar la vieja bandera de la tradición y la belleza. El gusto por hacer las cosas con la mayor elegancia y el mejor estilo, aunque cueste un esfuerzo.

La imponente Basílica de San Pedro, que sigue dejándonos boquiabiertos, tardó unos 120 años en completarse. Y se le nota, por supuesto.

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