Un amor imposible
El Reino Unido y Venezuela negociaban sin éxito la renovación del contrato de importación de petróleo, y Sir Harold decidió tomar la iniciativa y visitar al presidente venezolano, que aceptó complacido la visita del mandatario inglés
Lo he escrito y publicado en alguna ocasión, pero no para mis lectores de El Debate. Se trata de una anécdota triste, de un amor que no pudo culminarse.
Sir Harold Wilson, primer ministro laborista del Reino Unido, era ardiente y borrachín. En su despacho de Dowing Street tenía una pequeña nevera con cinco martinis preparados para su consumo diario. Unos martinis muy españoles, porque exigía que la aceituna fuera da la marca 'El Serpis', creo yo que procedente de la provincia de Alicante. Sólo cuando debía visitar a la Reina o asistir a un acto especial, se mantenía sobrio. El Reino Unido y Venezuela negociaban sin éxito la renovación del contrato de importación de petróleo, y Sir Harold decidió tomar la iniciativa y visitar al presidente venezolano, que aceptó complacido la visita del mandatario inglés.
Durante el vuelo Londres-Caracas, sir Harold se metió entre pecho y espalda tres martinis. En la aproximación al aeropuerto caraqueño, se tomó el cuarto. La borrachera del Martini es diferente a las demás. El alcohol no se sube a la cabeza, pero sí a las rodillas. Con lamentables andares recibió la ayuda del embajador inglés que tenía cara de prisa. Los diplomáticos, cuando tienen que asistir a un evento oficial, acostumbran a tener cara de prisa.
«Señor primer ministro. La fiesta organizada en su honor en el Palacio de Miraflores por el señor presidente de la República es a las 20 horas. Y sólo tenemos una hora para cambiarse en la embajada y llegar a tiempo. Wilson, locuaz y sonriente miró a su embajador y le dijo. «Safuto Tram, tram, tilín». Y llegaron a la embajada, en la que Sir Winston se bebió el quinto Martini. No hablaba, chapurreaba el español, y con las rodillas algo disconformes con las órdenes que da el cerebro, subieron al coche y alcanzaron el Palacio Presidencial.
A Wilson con copas, no le ganaba en intentos de seducción ni Espartaco Santoni. Por el retraso, el presidente no le aguardaba en la puerta. En el tramo del jardín que tenía que superar para saludar al mandatario venezolano, se fijó en el culo de una mujer totalmente vestida de carmesí. Al primer ministro del Gobierno de Su Majestad la Reina Isabel II, el petróleo pasó a ser un asunto secundario. Aquella mujer vestida de rojo, palmeral y digna, se convirtió en su único objetivo. La orquesta interpretaba una música pegadiza y de complicado baile, pero Wilson no detuvo sus deseos. La mujer de rojo se hallaba de espaldas y sir Harold la entró por sorpresa.
«Bella Dama de rojo. Nada me gustaría más que bailara este vals conmigo». Pero la bella dama, en lugar de sentirse halagada, sin volver la cara, despreciando al seductor y de muy malas maneras rechazó de este modo la acometida del primer ministro británico.
«Se ha equivocado usted. No acepto su invitación al baile por tres motivos. No me considero una bella dama. Lo que la orquesta interpreta no es un vals, sino el himno nacional de Venezuela. Y para colmo, soy el cardenal arzobispo de Caracas».
Un amor imposible. Al día siguiente se reunieron los dos mandatarios.
Y Wilson retornó a Londres con un ventajoso contrato, muy propio de los ingleses.
Con el tercer Martini en el vuelo de retorno, Sir Harold había olvidado a su amor imposible.