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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

Críticas vaticanas

Una cosa es preferir algo y otra denigrar y escarnecer lo demás. Es natural que un cambio tan intenso como el que se produjo de Benedicto XVI a Francisco haya generado discordancia de opiniones

Admiro la vasta sabiduría de quienes son capaces de hablar con la misma competencia de, por ejemplo, el funcionamiento de las catenarias y los entresijos del cónclave papal. También abundan los que han leído todos los libros, visto todas las películas, viajado a todos los países y hablan quince idiomas. Gracias a Dios, existen los sabios. Aunque deben tener cuidado no les suceda que, para evitar la orteguiana «barbarie del especialismo», recaigan en una suerte de barbarie del generalismo. Los medios de comunicación suelen combinar, con buen juicio, este tipo de intervenciones, que dan lugar a programas y artículos muy entretenidos, con la opinión de los expertos.

La libertad de crítica incluye a la actividad de la Iglesia católica. ¡Faltaría más! ¡Y con qué intensidad y firmeza se ejerce! Por eso, cabe distinguir entre las críticas de los enemigos, que solo aspiran a destruirla, la de los indiferentes, muy pocos, que apenas se ocupan de ella, y la de los católicos. Me ocuparé de estas últimas. Nada más natural que un católico tenga sus preferencias por algunos Papas. Mi preferencia, entre los que he vivido, por Juan XXIII y Juan Pablo II no entraña ningún repudio del resto, ni mucho menos su condena como portavoces del diablo en el mundo. Ni, desde luego, de Benedicto XVI, un Papa extraordinario y uno de los más grandes intelectuales de su tiempo. Para mí, el más grande de los recientes, pero no acaso para la mayoría de los católicos. Por otra parte, Cristo no escribió libros, ni participó en debates de actualidad y en grupos de investigación, ni asistió a congresos académicos. Una cosa es preferir algo y otra denigrar y escarnecer lo demás. Es natural que un cambio tan intenso como el que se produjo de Benedicto XVI a Francisco haya generado discordancia de opiniones, pero han abundado los elogios insustanciales y los ataques injustos.

El mal ha estado presente en toda la historia de la Iglesia. Es de origen divino, pero habita en el mundo y está formada por hombres Un tanto amargamente afirmó Kant que del fuste torcido de la humanidad no ha salido nada recto. Sabemos que el hombre no puede salvarse sin la gracia de Dios. Por otra parte, el diablo apunta siempre hacia lo más alto. No se preocupa de los prostíbulos ni de las bandas de malhechores. Se interesa más por las familias, los educadores, los políticos y, sobre todo, por la Iglesia. Nada desearía tanto como que el Papa llegara a ser el portavoz de sus intereses. Pero sabemos también que el Espíritu Santo podría tolerar un retroceso temporal, pero nunca una derrota. Dios es omnipotente y actúa con sabiduría infinita. Y no nombra al Papa. Pero eso no impide la providencia. Como en el caso de la salvación de los hombres, Dios cuida, pero no impone. Para un católico esta realidad espiritual de la Iglesia, así como una buena dosis de prudencia, debería llevarle a una continencia en las críticas papales. Sobre todo, en algunas circunstancias. No es igual la oportunidad de un comentario realizado por un cura ante sus feligreses, que el de un padre ante sus hijos, un orador en el parlamento, una persona ante sus amigos, o una observación hecha ante un grupo hostil a la Iglesia. Solo un arrogante o un soberbio puede pretender que el Papa deba someterse a «su» criterio. Por lo demás, una actitud semejante es la que dio lugar, entre otros factores, a la Reforma protestante. Sería gran paradoja que algún tradicionalista fuera un protestante sin saberlo. Si, por ejemplo, un Pontífice negara un principio fundamental del cristianismo, como la divinidad de Jesús de Nazaret o su resurrección, un católico no debería guardar silencio. Pero no se trata solo de un dirigente religioso más o del jefe de un minúsculo estado. El católico no deja de ser un hombre libre y no es un mero siervo del Papa. Como dijo Pedro, hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, pero el obispo de Roma, con todas las imperfecciones que tenga y los errores que pueda cometer, es vicario de Cristo y ejerce un poder espiritual derivado de Dios para encaminar a todos los hombres hacia su salvación.

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