León XIV
Su primera homilía fue una joya. Merece la pena leerla y meditarla, pues destaca algo que el mundo católico parece haber olvidado y que es inseparable de la religión verdadera: la persecución y el martirio
Cualquier persona a quien le importe la Iglesia, el jueves 8 de mayo estaba delante de una pantalla. No como quien ve un Barça-Madrid esperando que gane su equipo, sino inquieto por el futuro de la Iglesia.
No les falta razón a quienes dicen: «Da igual el Papa que salga pues seguirá siendo el Papa de todos los católicos». Pero tampoco nos falta razón a quienes preferimos un Papa que calme las aguas, nos confirme en la fe y nos hable y nos reprenda cuando sea preciso, con caridad y con claridad.
Recuerdo que el anuncio del Papa comenzó cuando acabábamos el rosario en casa y nos disponíamos a rezar por el futuro Papa y por la Iglesia.
Cuando el cardenal protodiácono Mamberti salió al balcón y pronunció la frase: Habemus Papam… Robert… fuimos muchos —muchos más de los que públicamente se atreverán a reconocerlo— quienes, con la ilusión de un niño, esperábamos escuchar a continuación… Sarah. Y es muy natural, todos tenemos nuestras filias y nuestras fobias. Y cada uno hace un análisis particular de la situación que atraviesa la Iglesia y el remedio que necesita. Aunque algunos se las quieran dar de puros, inmaculados o sean acríticos.
Cuando oímos Prevost, el apellido del nuevo Papa, muchos tuvimos que indagar de quién se trataba. Llegaban informaciones de todo tipo y de todos lados. Lógico en alguien de sesenta y nueve años. Luces y sombras, aciertos y errores, deslices y actitudes ejemplares, de todo había, como es natural.
Yo personalmente he decidido no bucear más en un océano de historia pasada y, si bien es posible —y muy razonable— que eso condicione a León XIV, he querido mirarlo con ojos nuevos, como si el 8 de mayo hubiera sido el día de su bautismo y comenzara la historia de un nuevo cristiano, la historia del nuevo vicario de Cristo en la Tierra.
Y por ahora, y huyendo de la papolatría que tanto daño hace al mundo católico en general, a la fe y al papado en particular, diré que he visto bastantes aspectos y hechos del nuevo Papa que me han gustado.
El menos importante es que León XIV tiene cara de Papa. Es un hecho indiscutible. Tan es así que un vecino suyo lo intuyó cuando Prevost tenía tan solo seis años.
También y, lejos de lo que comentaron en alguna televisión episcopal, cómo salió revestido y la decisión de vivir en el Palacio Apostólico son un signo de verdadera humildad. Pues de lo que se trata es de vestir con la dignidad del cargo que uno ostenta, no como a uno le gustaría —aunque sea para hacer un guiño a la multitud—. En eso consiste la humildad.
La elección del nombre fue otro gesto de humildad, una forma de decir: Yo soy por él (León XIII). En él quiero mirarme para hacer y ser yo. ¡Qué maravilla de elección!
Que inclinara la cabeza al pronunciar el nombre de Jesucristo cuando salió al balcón fue otro signo de humildad —y de respetar los entresijos de la liturgia, que es el modo que tenemos los católicos de rendir culto y de relacionarnos con Dios—.
Su primera homilía fue una joya. Merece la pena leerla y meditarla, pues destaca algo que el mundo católico parece haber olvidado y que es inseparable de la religión verdadera: la persecución y el martirio. Es también una llamada importante a la humildad: hacernos pequeños para que lo conozcan a Él.
En otro momento, al grito de ¡Viva el Papa! contestó con un emocionante: «Y viva María!». Ello nos demostró hasta qué punto tiene interiorizado su amor a la Virgen. Nos habla también de una fe pública, de una fe que no se esconde, que venera a la Virgen no solo en la iglesia, sino también en la plaza.
Algún lector avispado dirá que todo esto está muy bien pero que aquí no hay noticia, que tampoco hay que esperar otra cosa. Y no le faltará razón, no hay que esperar otra cosa, es lo propio de un Papa y de cualquier católico, pero la realidad es que sí hay noticia. Y no hace falta decir por qué.
Quienes somos más aburridos, disfrutamos de la normalidad, nos gusta que luzca el sol en un mundo en tinieblas. Porque sin una luz nítida que lo ilumine será difícil reconstruirlo.
¡Quiera Dios que el sol brille todos los días!