Fundado en 1910
Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Brian ya surfea en el cielo

Fue el inventor de las sinfonías de bolsillo, el genio californiano que animó a los Beatles a un salto de calidad, pero también fue muy infeliz por su psique delicada

Me apena conocer que se ha muerto el músico Brian Wilson, un feliz infeliz, que tenía 82 años y llevaba uno viviendo en una residencia, por una demencia que lo incapacitaba.

Brian fue el atormentado inventor de las llamadas «sinfonías de bolsillo». Eran píldoras pop con melodías celestiales, pequeñas catedrales sónicas, dotadas al tiempo de un gancho comercial que siempre te atrapa, por muchas veces que las escuches.

No creo que existan canciones mucho más bonitas que God only knows, compuesta por Brian en 1966. Paul McCartney la considera tal vez la mejor que se haya escrito. A él lo marcó, desde luego. Tras escucharla, decidió que allí había una puerta para que los Beatles diesen un salto de calidad. Abrió esa cancela... y así fue. En 2002, el viejo y bien preservado beatle y el baqueteado beach boy la cantaron juntos en una gala benéfica. En los ensayos, Paul rompió a llorar como un crío a mitad de la tonada, tuvo que detenerse por la emoción. Tales eran los poderes de las partituras que Brian inventaba a su piano (según la leyenda con un cajetín con arena de Malibú bajo sus pies descalzos, aunque en realidad nunca surfeó, «porque me daba miedo»).

No sé muy bien por qué, pero desde mi adolescencia soy un gran admirador de los Beach Boys, la banda californiana fundada en 1961 en Los Ángeles por Brian Wilson, hijo de un padre despótico, junto a dos de sus hermanos, un primo y un amigo. Las risueñas y soleadas playas californianas que ensalzaban las voces angelicales de los Wilson, y las ninfas que evocaban, poco tenían que ver con mis costas bravas batidas por el Atlántico, con su esquivo sol de quita y pon y su paisanaje un poco arroutado. Pero aquella música te llenaba de luz, te teletransportaba.

La marca Beach Boys todavía sigue dando tumbos por el mundo, con alguno de los originales a bordo, aunque convertida más bien en lo que llaman una «banda tributo». Por eso en mayo de 2016 acudí con exiguas expectativas a un concierto de Brian Wilson en el teatro London Palladium, donde con una gran banda de diez músicos iba a tocar la versión completa de su obra maestra, Pet Sounds (según el ranking de la revista Rolling Stone, el segundo mejor álbum de la historia).

Poco cabía esperar de Brian Wilson, que tenía entonces 74 años mal llevados y un historial tras él de inestabilidad psíquica, con etapas de drogadicción y largos encierros voluntarios. Entre 1973 y 1975 se había recluido en su mansión de Beverly Hills, dedicado solo a beber, drogarse, comer de manera copiosísima y ver concursos en la tele. Perdió la cabeza y ganó 140 kilos. Pero aún así disfrutó de una bola extra. En 1995 se casa con Melinda, una vendedora de cochazos Cadillac, que se encariña con aquel gigantón de cara aniñada y mirada desamparada. Ella le da un poco de lo que nunca había recibido –amor y paciencia– y consigue encarrilarlo hacia una cierta normalidad, que incluso le permitirá volver a componer y pisar los escenarios. Algo parecido a un final feliz.

Era la tercera noche consecutiva de Brian en el decimonónico teatro londinense, que estaba abarrotado. No faltaban viejos admiradores con camisas hawaianas, mezclados con chavales que habían descubierto hacía poco a los Beach Boys. Cuando se levantó el telón aquello se puso inquietante. A Brian, que se definía entonces como un hombre «ansioso, depresivo y con montones de miedos», lo sacaron a escena cogido del brazo, como si fuese incapaz de caminar ocho pasos él solo, y lo sentaron al piano. Parecía un robot un poco ido, con pinta de no entender nada. Su mente podía estar extraviada en cualquier lugar del mundo. Pero cuando empezó a acariciar las teclas y cantar… magia. Su talento brillaba intacto, a pesar de los indudables roces en la garganta de la edad, el tabaco y la botella.

Poco a poco fue conectando con su música, su paraíso privado. A mitad del concierto el robot ya era humano. Una sonrisa prohibida se le escurría por las comisuras de los labios. La cabeza, de pelazo bien peinado a lo camp, hacía algún parco gesto de asentimiento, como quien da su aprobación a un trabajo bien hecho. Aquello se convirtió en una pequeña epifanía. Brian se fugó a un mundo mejor, sin los dolores y las contradicciones que nos atormentan a todos, y allá nos fuimos con él, cogidos de sus manos grandullonas.

Cuando cesó la música se acabó el milagro. Brian Wilson volvía a ser un hombre de edad provecta y aspecto fatigado, tristón, desvalido. Se levantó del piano un poco desconcertado, como quien emerge de un trance. Con exquisito respeto y delicadeza, uno de sus jóvenes músicos lo ayudó a buscar el camino de salida.

Quiero imaginar, querido Brian, que en aquella noche londinense tú ya vislumbrabas desde tu piano un pedazo de la paz eterna del cielo y que a estas horas por fin surfeas bajo la mirada de Dios.

(https://www.youtube.com/watch?v=NADx3-qRxek)